Vamos a ver el espectáculo de Israel Galván, Seises, al Mercat de les Flors, por el mediodía. Tras dos partes en las que Galván baila al ritmo de un piano, un clavicémbalo, la lectura de poemas o unas castañuelas, en la tercera parte de Seises es acompañado por la Escolania de Montserrat, que interpretan su repertorio habitual. Viendo el espectáculo, siento que no ha habido realmente una mezcla entre el canto de la Escolania y el baile de Galván. Posteriormente, leyendo entrevistas que le han hecho al bailaor, veo que tampoco esa era la intención. La intención no era mezclar, fusionar dos elementos hasta que resultasen lo mismo. Se ha preservado en todo momento la diferencia entre las voces blancas y su raigambre histórica, cultural, y la raigambre del zapateado flamenco: «Galván nos dijo que hiciéramos una propuesta musical sin salir de nuestros canales», dice el director de la Escolania en una entrevista para La Vanguardia; «Lo que intento es acompañar a los niños de la Escolania con mi baile y el ruido que hago. Bailo sin botas, que es menos ruido», dice Galván para el mismo medio.
Una palabra que usamos muy poco es consideración. Considerar es pensar, pero también se puede ser considerado o tomar en consideración algo o a alguien. A veces somos desconsiderados con los demás y a eso lo llamamos autocuidado; algo habremos entendido mal. Considerar es pensar y, pensando, cuidar.
Dice mi padre: «No sé sobre todo, pero tengo opiniones sobre todo.» Si, como decía Hegel, la filosofía es el mundo al revés, no he conocido persona más filosófica que mi padre.
Tercera noche durmiendo mal. Quizá tener Instagram instalado tenga algo que ver con que duerma mal. Quizá son los cuatro cafés que tomo a diario. O quizá es la preocupación respecto al futuro. Me gustaría dormir profundamente, soñar, y no despertar hasta que un ruido estruendoso, a media mañana, me obligara a hacerlo. La vida de los sueños tiene mucho más sentido que la vigilia. La vigilia es absurda.
Me despierto a las diez y cuarto. He dormido mucho pero no me acuerdo de haber soñado. Me hago tres tostadas, que se me queman, y el café. Hoy abro un nuevo tarro de mermelada: frutas del bosque.
Hace días, se me ocurrió una idea bastante buena para un cuento. Todavía no la he ejecutado. Me da miedo ponerme a escribir y darme cuenta de que he perdido la capacidad de desarrollar una idea completa. Al fin y al cabo, llevo mucho tiempo escribiendo únicamente en este diario y en notas. ¿Hasta qué punto puedo acudir a mi imaginación? ¿Por qué ya no la uso como cuando tenía once o trece años? Los primeros textos que escribí eran plenamente imaginativos. ¿De dónde salían? ¿Por qué ya no tengo acceso a ese sitio? ¿Yo mismo me lo he vedado? ¿La edad? ¿La seriedad que he creído que se esperaba de mí? No hay nada más serio que la imaginación; solo la gente estúpida se negaría a verlo.
Hay un agujero oscuro y X y Y están dentro. Desearía sacarles de allí, pero lo único que puedo hacer es entrar en el agujero con ellos. Puede que, ahora, al principio, aún pueda decidir cuándo entro y cuándo salgo. No es seguro que siempre pueda seguir haciéndolo. El agujero les engullirá. No puedo hacer nada, decir nada. Si se lo digo, me percibirán como un enemigo. Solo puedo alejarme. No hay más. Hay batallas que no nos toca librar.
¿Debe haber gente sin talón de Aquiles?
Seguimos caminando hasta el Arts Santa Mònica. La exposición lleva por título La irrupción y es gratis. Ocupa la planta baja, la primera y la segunda planta del museo. Consiste en un conjunto de obras de artistas contemporáneos sobre temas actuales como la catástrofe climática o la pandemia. Mis obras favoritas son audiovisuales, videoarte: Concerto para Piano e Pandemia, de Nikolas Gomes, y Tindrà lloc aquí a Barcelona, de Roderick Luis Coover, Adam Vidiksis y Nick Montfort.
Al salir, pasamos por la Plaça del Pi y compramos dos helados en la heladería Giovanni.
Hoy no llevo AirPods; desde el finde no me apetece escuchar música.
Luego entramos a la sala y vemos Rompiendo las olas, de Lars von Trier. Así como antes las pelis de Lars von Trier me despertaban sensaciones viscerales, ahora no me permito ponerme en la piel de los protagonistas. Pienso en lo que a veces dice mi madre: «No me pongas películas tristes. La vida ya es suficientemente triste.» Cuando lo dice, pienso que está equivocada, porque el arte no debería limitarse a sensaciones placenteras. Sin embargo, en este momento, solo le puedo dar la razón: la vida ya es suficientemente triste.
«Quan van demanar al crític Gérard Genette que resumís À la recherche du temps perdu, va trobar la fórmula: “Marcel vol ser escriptor.”»
Escribe Scaraffia sobre Brummell: «Ni los honores ni el dinero atrajeron jamás a este misterioso personaje. Del mismo modo que su elegancia se expresaba mediante el menor número posible de colores y adornos, así su espíritu se expresaba en escuetas y mordaces ocurrencias, en un peculiar tono de voz y, sobre todo, en un no menos peculiar modo de callar.»
En «Paisaje creador: ¿Por qué permanecemos en la provincia?», Heidegger traza una distinción entre estar solo y estar a solas. Dice: «En verdad en las grandes ciudades el hombre puede quedarse solo como en ningún otro lugar es posible. Pero allí nunca puede estar a solas.» Es un pasaje enigmático. ¿Por qué en la ciudad estamos solos de un modo inigualable? ¿Y en qué consiste el estar a solas? La soledad es una de mis asignaturas pendientes, pero la postergo, puesto que me exigiría responsabilidad y frialdad.
En 1961, Godard tenía treinta y un años. Su carrera empezó a coger aliento el 1959, con Charlotte et Véronique; sí, hasta casi los treinta no se puso a hacer pelis –salvo algún corto anterior–, pero, cuando lo hizo, no hubo quien lo parara. Ayer se lo decía a X: «Creo que los treinta son el momento de los grandes proyectos.» Él me decía: «¿Ah, sí? Yo creía que eran los veinte.» «Qué estupidez», le dije. «Mírame, tengo veinticuatro y no estoy haciendo nada.» «Bueno, cada vida es diferente», corregí.