Descubrir que un problema que creías individual quizá es social, sistémico, resulta reconfortante y en cierto modo estimula el pensamiento.
«Lo que advertimos o recordamos es lo que nos interesa personalmente o lo que cuadra con lo que ya creemos», dice Peter Burke. Esto es algo que me obsesiona: ¿por qué nos fijamos en lo que nos fijamos? Entramos en una librería y la portada de un libro nos llama la atención; lo hojeamos y lo acabamos comprando; ¿y si el libro realmente importante, el que nos podía cambiar la vida, era el que había exactamente al lado del que hemos escogido?
Atendemos a eso que guarda relación con lo que ya conocemos, generalmente. Si las redes sociales y los medios de comunicación son las únicas fuentes que determinan eso que conocemos, ¿nos estaremos fijando todos en las tres mismas cosas? El algoritmo nos conduce a un mundo determinista y homogéneo. ¿Cómo ignorarlo? Apagando el móvil, guardándolo en el bolso o la mochila –y no en el bolsillo del pantalón, puesto que seguimos notando su contacto. Volviendo a la biblioteca, a la librería, a la tienda de discos. Durante un tiempo, aún nos fijaremos en lo mismo. Después, nos volveremos más extraños, puesto que la presencialidad, a diferencia del mundo digital, es distinta para cada uno de nosotros –cada uno tiene su propia vida, su propia percepción.
A las 16:00, entro en la sala 5 a ver Asteroid City. No hay nadie más. La peli empieza al cabo de cuatro minutos, pero el técnico se ha olvidado de apagar las luces. Tengo que salir y avisar a un acomodador. Me pierdo unos segundos del principio. Un viernes a esta hora de la tarde, parecería que todo el mundo –y en especial unas salas de cine– está en un estado de profundo letargo.
Al perfeccionismo le opongo la responsabilidad, que es ética. Alguien responsable no quiere hacer las cosas bien para verse a sí mismo siendo un héroe, sino porque le preocupa la huella de sus acciones; sabe que nuestros actos tienen consecuencias y que nuestro mundo ya ha sufrido suficiente inconsciencia y maldad; quiere aportar su granito de arena aun a sabiendas de que tiene en su contra un sistema erosionador.
Entenderse plenamente no forma parte de la esencia del humano. Solo puede aspirar a pequeños, constantes esfuerzos de comprensión, a través del arte, la filosofía, la escritura, los demás.
Hay unas cuantas cosas simples que a día de hoy me reportan un gran placer, seguramente porque he dejado de vivir instalado en un futuro que nunca llega: dormir ininterrumpidamente, tomarme tres cafés al día, no tomar ningún café y pasar el día como medio soñoliento, obsesionarme con un libro o un autor, dosificarme los capítulos de The Crown, escribir un cuento a rajatabla, mirar despreocupadamente por la ventana cuando viajo en bus.
¿Un museo es un espacio necesariamente fragmentario? Pasamos de la visión de una obra a otra sin que haya un conector explícito que las una, en la mayoría de los casos. Cuando visito una exposición, me siento como si estuviera leyendo una miscelánea o un libro de aforismos que fueran radicalmente diferentes entre sí. Quizá algunos comisarios actuales sean los que más se han acercado a la idea de que una exposición fuese como un ensayo, y no un conjunto de materia fragmentaria, pero entonces cabe el peligro de que se acabe instrumentalizando las obras para que digan algo muy determinado (¿cuándo no lo hacen?).
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¿Una exposición puede depender de sus cartelas? ¿No es la cartela el refugio del miedoso –yo mismo–, el refugio de quien no osa mirar con sus propios ojos? Durante una parte del periodo que ocupa una exposición, deberían quitar todas las cartelas y títulos de secciones y animar al público a sacar sus propias conclusiones, a partir de los objetos, a partir de las imágenes. Si no, acabamos yendo del texto a la imagen, cartografiando lo ya cartografiado, en lugar de ir del misterio al sentido –intransferible.
Hay seguidores y seguidos que son como cadáveres, que nos mantienen digitalmente conectados a una realidad que nos pesa.
Pienso en la letra de esa maravillosa canción de Pino d’Angiò que descubrí hace poco, Una notte da impazzire: «Un vulcano, un fortunale, grande, storico, spaziale». Qué adjetivación.
Después de votar, tomé dos cervezas con X –no le veía desde que volvió de Estados Unidos– y luego le acompañé hasta casa. Cuando pasamos por el parque, charlando, vi cómo una cucaracha rozaba la punta de su chancla, pero no se lo dije porque habría chillado. Como esto, todo: ves la paja en el ojo ajeno. ¿Cuántas veces una persona cercana habrá visto que una cucaracha me rozaba la chancla y no habrá dicho nada? Te lo dicen a posteriori: «Ya veía que ibas desencaminado», «no fue tu mejor momento». Con frecuencia, la única persona de quien cabe esperar una sinceridad cruda y sin ambages es la madre.
Vuelvo de la peluquería con sentimientos encontrados: me veo como un Sansón moderno que, con la pérdida del cabello, ha perdido su poder, pero también me siento ligero, del tipo de ligereza que le gustaba a Valéry: como el pájaro, y no como la pluma. Tener un peluquero que sea un buen conversador es un problema, porque acabas concentrado en el tema del que habláis, que suele ser un motivo completamente extracapilar.
Les Santes siempre son iguales y siempre son distintas. Siempre son distintas porque nunca somos el mismo; el año pasado, las viviste teniendo pareja y trabajo, y ya no, o al revés. Como en Navidad, brillan más las ausencias que las presencias. Siempre son iguales porque siempre hay los mismos actos, la misma gente; suspensión del presente, vuelta al pasado –o tal vez el eterno retorno era esto, la fiesta mayor de Mataró. Volver a beber aún con la resaca del día anterior. Cruzar de dedos para que no llueva, esa amenaza constante de finales de julio. Bajar por la Riera, volver a subirla, los gigantes (la Toneta siempre fue mi favorita, con ese flequillo posadolescente que lleva los últimos años), la Momerota, una orquesta, dos y tres.
A Les Santes las damos por supuestas, como se suele dar por supuesta a la familia, pero luego encuentras una ciudad que no tiene un equivalente –o que el equivalente no es vivido con la misma intensidad– y te quedas atónito. Es propio de Les Santes que el día 29 de julio terminen y tanto pienses «ojalá volvieran a empezar» como «si hubiesen durado un día más, me habría dado un telele».