30 de noviembre de 2024

Prosopagnosia. Diario 2024: noviembre


176. Cuando vivo un momento de alegría, lo hago inconscientemente. Cuando vivo uno de melancolía, lo hago con una consciencia constante, cosa que lo agrava más, que lo carga.


177. El Museo de Bellas Artes de Asturias es un tesoro inesperado. Tiene tres plantas de colección permanente y una planta subterránea para las exposiciones temporales. La colección permanente es una cosa loca: tiene pintores posimpresionistas (Darío de Regoyos, Sorolla) y bastante modernismo catalán (Casas, Joaquim Mir, unos cuantos Anglada Camarasa) pero también autores locales, como Evaristo Valle (1873-1951), que no conocía y me deja fatalmente sorprendido: ¿cómo no me han hablado nunca de él? ¿O es que acaso no escuchaba, cuando lo hicieron?

Valle practicaba una pintura figurativa, plana, gris sin sumirse en las sombras, con un paleta diversa pero apagada. Sus personajes son feos –o feístas, como graciosamente dicen algunos: Demetrio el guapo en la taberna. También pueden tener un simbolismo melancólico que me recuerda a la obra de teatro El jardí abandonat, de Rusiñol: La señora. O acercarse al pastiche de novela rosa, al melodrama hollywoodiense: El futbolista y su novia. Todas estas pinturas son de 1949, aproximadamente. En él hay Matisse y hay Goya. Y hay Cézanne. El enamoramiento es instantáneo. Me pondré sobre su pista.

La última planta está dedicada a lo que suele llamarse últimas tendencias del arte, que cada vez son menos últimas sino penúltimas o acaso antepenúltimas. Hablo de Tàpies y de una magnífica escultura de Juan Muñoz, además de lienzos al estilo Rothko que me dejaron más frío.

Cuando salgo del museo está atardeciendo. Oviedo tiene algo de pueblo de esquí pijo, tipo Chamonix.


178. Luego hacemos la comida, escuchando Frank, de Amy Winehouse. X cumplió veintisiete años la semana pasada. Amy murió a la misma edad, dejando tras de sí una carrera estelar, deslumbrante, brevísima. Solo por Frank ya habría merecido pasar a los anales de la música.

Almorzamos tardísimo, como a las tres o las cuatro. X saca un juego de mesa alemán y juego con ella, sobre el suelo, mientras acaricio a Fix y este pasa encima de las fichas. Un poco antes de las siete, X me lleva en coche hasta la estación de Blanes y cojo un cercanías hasta Mataró.


179. Sorprendentemente, ya no me queda tristeza. Mañana empiezo un viaje de diez días. Quiero enfrentarme a los encuentros que haga en él desde la seguridad en mí mismo. (...) Misma tesitura que tras el desengaño de septiembre: sensación motivadora y miedo de perder energía antes siquiera de haber empezado a tomar la acción.


180. Por la tarde, visito el casco antiguo. Deambulo y entro en iglesias. Un retablo de Alonso Berruguete, el balcón renacentista del palacio de Godoy… Es el mejor momento del día para observar Cáceres: anochece lentamente, el cielo pasa de un azul oscuro al negro y el alumbrado público, de un amarillo artificial, ya está encendido.


181. Regreso al hotel a pie, solo, escuchando música por los auriculares. Did you know there’s a tunnel under Ocean Boulevard? me ayuda a que no me entre el miedo caminando por la oscura avenida de la Universidad a medianoche.


182. Museo de Arte Contemporáneo Helga de Alvear. Llego hacia las seis de la tarde y creo que no tardo ni una hora en visitarlo. Hay vigilantes en todas las salas, que me siguen, que me preguntan todo el rato: «¿Quiere que le indique el sentido del recorrido?». Al tercero que me lo dice, se me acaba la paciencia. Respondo para mis adentros: «No, lo que quiero es que me dejes en paz».

Hay una sala dedicada a reproducciones de los Caprichos de Goya, un par de Klee, un par de Tàpies, un Dubuffet… Luego hay un montón de salas con instalaciones enormes, infantiloides, copias de Jeff Koons al estilo del Moco Museum.

Me quedo con el museo de Cáceres, que visité el miércoles, después de estar en el archivo de la Diputación. Allí encontré un vídeo documental de Falange del año 1941, donde se mostraban las fiestas de Cáceres; lo había proporcionado la Filmoteca de Extremadura, que no sabía ni que existía, de manera que, al salir del museo, fui a buscarla y me propuse ir a alguna de sus sesiones.


183. El día a día trabajando en un instituto era más estresante. Debía dar la cara todo el tiempo. Muchas noches no dormía. Ese tipo de ansiedad pasó, pero se ha instalado en mí otra de tipo más sigiloso y destructivo. ¿Valgo realmente para algo? Una ansiedad existencial, promovida por el trabajo solitario y la falta de fuerza de voluntad.


184. Empiezo dando un paseo por el acueducto de Los Milagros, que está al lado de la estación de trenes, y por el puente romano. Dejo para la tarde la visita al circo, al anfiteatro y al teatro romanos. Lo malo es que a las seis cierran en todos los sitios. Lo bueno es que veo el teatro desbordado por la luz del atardecer. Una guía explica a un grupo numeroso curiosidades sobre el teatro y yo pongo la oreja: «El emperador Augusto, bajo cuyo gobierno se construyó este teatro, promovió la representación de obras de teatro griegas, aunque pocos romanos entendían esa lengua. Por ello, relata el escritor Ovidio: “Al teatro se va a ver y a ser visto, poco importan los versos que se están representando”». Ver y ser visto, que, en el siglo XIX, con el dandi, se traducirá en ser es ser visto.


185. Cruzo el casco antiguo. Hay una manifestación con batucada y centenares de personas: «No a la mina». Me parece una buena forma de despedirme de Extremadura: viendo una multitud de rostros de su gente, cantando, gritando, protestando, en una isocefalia como la de El entierro del conde de Orgaz.

Pasada la manifestación, pido un café para llevar en un sitio y me siento en un banco del paseo de Cánovas. De camino también he comprado una botella de vino blanco, para no presentarme en casa de X y I con las manos vacías.

Ambiente de domingo. La gente camina lento. Cochecitos de bebés. Ancianos en silla de ruedas. Todo transcurre con una placidez admirable. El mundo está abierto y es un gozo para quien no pide de él más de lo que le da.

A mis veintiséis años, solo una vez he amado, ha sido recíproco y nos hemos cuidado. El resto del tiempo he transitado por vidas de chicos que me han acabado ignorando o a los que yo he acabado ignorando. ¿Por qué es tan difícil encontrar a alguien? El amor es la salida de sí más radical. Te proyectas hacia el otro. Quieres ser el otro. El otro es carne, pero también es ideal. El otro deviene divinidad. Y, en realidad, si el amor es bueno, si aspira a pervivir, todo sigue siendo perfectamente humano. No hay más que dos almas intentando hacerse la vida un poco llevadera.


186. A las seis y media me voy a coger el tren. Leo la novela de Vicente Monroy: «Dijo algo más que aprecié en la forma, pero se me escapó en el fondo: que en la vida había que probarlo todo, o que en la vida no hacía falta probarlo todo. De todos modos, sonreí y le di la razón, aunque me arrepentí inmediatamente de haberlo hecho; como reacción a mis palabras, rebuscó en su bolso, sacó una bolsita de mdma y me ofreció un poco». Llego a Atocha a las diez y pico de la noche. Me dirijo a mi hotel, que se encuentra en plaza Santo Domingo, y, antes de entrar, pido un lomo queso, dos plátanos y una botella de agua en una cafetería llamada Óskar.


187. Por la tarde, quedo con X y vamos al Reina Sofía a ver la exposición que ha comisariado Didi-Huberman. Luego se tiene que ir para conectarse a una formación y más tarde nos reencontramos para ir a cenar a un japonés y a tomar una copa. Dice que la plaza donde ocurren las cosas más locas de Madrid –todas ellas a la vez– es la de Jacinto Benavente; no recuerdo haber pasado por allí. Hablamos de si el arte debe ser político, del chico al que conoció en verano y de si la teoría queer todavía nos aporta algo. Hablamos de lo difíciles que se pueden hacer a veces las fechas navideñas y del encanto de Pilar Eyre. Pasamos por delante del edificio en el que se proyectaron cortos de los Lumière por primera vez en España, en 1896.


188. El último día del viaje se pone a llover, como si el cielo se hubiera estado conteniendo hasta ahora. Fin de fiestas. Me dirijo a la Biblioteca Nacional con la mochila a la espalda, la riñonera en el pecho y la capucha de la sudadera puesta. ¿También esta vez volveré de Madrid medio enfermo por el frío?


189. A las cinco recojo mis cosas y bajo corriendo al cine Doré. Cometo el error de buscar en Maps «filmoteca española» y acabo dando, primero, con un edificio de la Filmoteca que no es donde se hacen proyecciones. El Doré está a cinco minutos. Compro una entrada a través de una ventanilla estrecha e incómoda que hay a un lado del edificio. Impacto (1981), dirigida por Brian de Palma. La sala está casi llena. La entrada tan solo me ha costado dos euros –precio de estudiante.

El filme se me pasa volando. Tengo la cabeza en otro lado.

Cuando salgo, doy una vuelta por Cuesta de Moyano y el Prado para hacer tiempo antes de dirigirme a Atocha. Mi tren de vuelta después de diez días sale a las ocho y media. Este jueves tiene sabor a domingo, a acabamiento.


190. Tengo un naufragio dentro. Eso le decía a X el otro día. Es como los barcos embotellados de las ferias de antigüedades. El cristal es mi piel y el barco a la deriva, mi corazón.


191. Ottessa Moshfegh comparte esta reflexión en su Substack: «La gente que tiene un lado creativo y no lo experimenta son los clientes más desagradables. Hacen una montaña de un grano de arena, se preocupan por cosas innecesarias, se enamoran demasiado apasionadamente de alguien que no merece tanta atención, etcétera. Hay una especie de carga energética flotante en ellos que no se acopla al objeto correcto y, por tanto, tiende a aplicar un dinamismo exagerado a la situación equivocada». (La cita pertenece a Marie-Louise von Franz, psicoanalista junguiana suiza, en La sombra y el mal en los cuentos de hadas).


192. La noche barcelonesa es un monstruo que engulle y escupe gente. Te cansas de ver a la misma persona en el mismo club, todos los sábados, hasta que de la noche a la mañana se esfuma. El hedonismo le ha desbordado. Ya no puede más. Y, así, todo son caras familiares hasta que dejan de serlo. Y se sucede la reposición generacional. Nuevos veinteañeros sustituirán a los viejos, como en una gran empresa en la que, por la fuerza de trabajo, se paga en lugar de cobrar.


193. «Odiaba Madrid, sus fingidos aires populares y su falsa hospitalidad. Barcelona era una ciudad más sincera, que no escondía su altivez burguesa.» (Vicente Monroy, Los Alpes marítimos). Los males y bondades de una ciudad concentrados en una frase.


194. Mi condena siempre va a ser esta: no puedo resistirme a la belleza física; me entrego a ella con una ceguera que no atiende a razones. Es una condena porque la liberación está en otra parte; está en el tipo de videncia que solo ve las almas.


195. En el aeropuerto empiezo a leer Ensayo general, el último libro de Milena Busquets, que me puede dar algunas claves para vivir de un modo más liviano, para no sufrir tanto: «Un día me di cuenta de que perder el tren, los trenes que fueran, ya no me daba ningún miedo. Y entonces salí de la estación».

Y también: «No sé si vale la pena arrepentirse del pasado, sentir remordimientos o pensar en las oportunidades perdidas. Nunca pensé: “Esta es mi oportunidad, este es mi momento, hay que aprovecharlo” (pero he visto la expresión en la mirada, los andares y los gestos de la gente que piensa eso y siempre me dan ganas de servirles un whisky triple para que se calmen). Nunca me subí a ningún tren en marcha, nunca vi venir nada».