Ya anochece más tarde, pero el atardecer sigue siendo temprano; una luz vieja cubre los edificios del Eixample.
En ese momento, exploté: «Estoy harto de que me juzgues.» X siempre se ha creído con legitimidad para opinar sobre mi vida, para juzgarla con unos parámetros puristas que no aplica ni a la suya propia. Su idea de fondo es que estoy perdido, que aún me falta encontrarme; no es una idea errónea, pero el error es que crea, por contra, que él ya se ha encontrado, que no está perdido y puede guiarme hacia la luz con sus consejos. Cuando hablas a los demás sobre tu vida privada, les das permiso para opinar sobre ella, es decir, para interpretarla según su visión del mundo. Hay experiencias que solo pueden comprenderse desde la propia piel de quien las vive; vistas desde fuera, pierden intensidad; los demás las volverán vulgares al intentar entenderlas desde sus esquemas. De ahí la importancia del secreto.
Tomamos una copa antes de entrar en los Zumzeig. El cant dels ocells, de Albert Serra. X no había visto ninguna peli de Serra con anterioridad. Bosteza intencionadamente a lo largo de la peli; dice que le parece algo demasiado elitista. ¿Qué es el arte elitista? El público que hay en los Zumzeig es joven, rondará la treintena; probablemente la mayoría es gente que o comparte piso o vive aún con los padres, poder adquisitivo de lo más mediocre. Hoy, quien habla de arte elitista lo suele hacer oponiéndose a este, concibiéndose a sí mismo como la encarnación del arte popular (?), de una autenticidad.
Le he aconsejado que se centrase en lo concreto, en lo que ahora mismo tiene delante. Que se centrase en conocer sus potencialidades, y no se dejase bloquear por sus carencias. Es una chica con una multitud de inquietudes; seguro que encontrará la forma de articularlas en la expresión de algo bello. Igualmente, creo que he cometido un error: le he escuchado demasiado poco y me he permitido darle consejo en exceso. Tal vez no buscaba en mí alguien que le diese otro punto de vista sobre las cosas –y menos un punto de vista tan ingenuo como el mío– sino alguien con quien pudiera poner palabras a su desasosiego.
Alguna vez, por la calle, un perro me ha ladrado y he han entrado ganas de llorar. Aunque el perro ladrase por cualquier tontería –quizá me había acercado demasiado y me había percibido como un elemento amenazador–, había proyectado en él el odio que los demás deben sentir hacia mí y que me esconden. En esos ladridos había todo el resentimiento que creo que el mundo me guarda. Eran ladridos sinceros. La mirada penetrante del perro, su hocico abierto, mostrando los dientes. No podía ser casual, pensaba.
Por la tarde, voy con X a la Filmoteca; están dedicando un ciclo a Nathaniel Dorsky y a su pareja, Jerome Hiler; son dos cineastas experimentales de Estados Unidos que se conocieron en 1964, en la presentación de una de las pelis del primero, Ingreen (1964); como cuenta Carlos Saldaña al introducir la sesión, a esa presentación también fueron Jonas Mekas y Markopoulos. Es bello imaginar a dos hombres que se conocen desde la admiración y desde entonces viven juntos en la devoción del cine. Es bello, en fin, imaginar a dos hombres dispuestos a darse su tiempo.
En esta sesión del ciclo, se proyectan Ingreen, A Fall Trip Home (1964), Summerwind (1965) y Hours for Jerome (1966-70/82). Las tres primeras son obras que Dorsky hizo cuando era muy joven; tenía veintiún o veintidós años; dice Saldaña que «el propio Dorsky tenía una visión condescendiente de estas obras de juventud.» Siempre me han interesado las obras de juventud de los grandes artistas. ¿Quizá la condescendencia de Dorsky esconde nostalgia; que en estas pelis encuentra a su yo joven, un yo que no volverá? Una persona que me es muy próxima también habla de su yo del pasado como avergonzándose: «En esos tiempos tenía la cabeza llena de tonterías», dice. Quizá renegamos del pasado cuando encontramos en él algo que sigue habiendo en nuestro presente y que no queremos admitir. Madurar, en parte, es aprender a ver al yo del pasado desde el respeto o incluso desde cierta admiración.
En el bus, se sienta delante mío un chico; lleva una colonia que reconozco. Dublín, 2019. Me embargan los recuerdos y no me concentro para leer en todo el trayecto.
Parece que nos estemos acercando a una edad en que la frustración de las expectativas sea lo que más abunde, en que todo culmen sea imposible: las cosas nunca llegan, pasan de largo. Vamos al CCCB a ver La máscara nunca miente, que ya había venido a ver a principios de mes.
Después vamos a la Filmoteca y vemos Stromboli, terra di Dio (1950), de Rossellini. Ingrid Bergman es espectacular. Interpreta a una mujer que, para huir de un campo de concentración, se tiene que casar con un pescador. Este vive en una isla pequeña, Stromboli. La vida en la isla es casi peor que la del campo: hay un volcán que inminentemente entrará en erupción, la maledicencia de los demás habitantes… La belleza celestial de Bergman encerrada en una jaula de mediocridad. ¿Es posible vivir sin sentirse en Stromboli, sin sentirse encerrado en las circunstancias propias? Heidegger diría que debemos apropiarnos de nuestra posibilidad más propia, de nuestro ser-ahí, ¿pero no era un rasgo de su carácter lo que le permitía ver con nitidez cuál era su ser-ahí? ¿No fue ese mismo rasgo el que le condujo a tomar partido en política equivocadamente? Actuar con seguridad y equivocarse van de la mano, pero tampoco se puede vivir eternamente en la duda. Bergman no consigue huir de Stromboli; acaba pidiéndole a Dios que le salve. ¿A quién le pediríamos hoy nuestra salvación? «Solo un dios puede salvarnos», dijo el último Heidegger. ¿Salvarnos de qué? Ni siquiera somos conscientes de la caída en que estamos metidos.
X tiene un poco pinta de rarito. Habla sobre la Semana Santa de Sevilla y nunca ha ido, habla sobre un concierto de rock y nunca ha ido a uno. Su conocimiento de las cosas es teórico. Imagino que se habrá pasado toda la vida entre bibliotecas e iglesias. No son malos lugares donde estar. ¿Sentirá que no ha aprovechado la juventud, al no haber hecho lo mismo que sus iguales? Lo dudo. ¿De dónde surge esa fuerza de convicción que hace que ciertas personas se desvíen del camino más común y después no sientan remordimientos por ello? ¿Acaso son personas seguras de su propia singularidad? ¿Verse a uno mismo como singular es incompatible con la humildad?