Lo que más se le parece a un 31 de diciembre es un 1 de enero; la novedad que creíamos que llegaría con el cambio de año se ve contradicha por una aplastante continuidad. Una aplastante continuidad de todo.
Un nuevo diario es una oportunidad para contar lo ya contado de otro modo. O para no contarlo. Podría haber decidido omitir la existencia de X, pero, a día de hoy, es una presencia tan pesada, tan insistente, en mi vida, que no veo posible hablar de mis preocupaciones sin hablar de su papel en ellas.
Voy a ver R.M.N. (2022), dirigida por Cristian Mungiu y que se presentó en Cannes. De Mungiu había visto antes la peli con la que ganó la Palma de Oro: 4 meses, 3 semanas, 2 días (2007). En su economía de medios, en sus temáticas entre sociales y dramáticas, en sus paisajes gélidos, gran parte del cine rumano se parece entre sí. La última peli rumana que vi fue Entre valles (2021), de Radu Muntean, que no construye su historia igual de bien que la nueva peli de Mungiu.
En R.M.N., un hombre rumano que vive en Alemania decide volver a Rumanía huyendo de un incidente laboral que ha protagonizado: en un arrebato, le ha dado un golpe de cabeza a un compañero de trabajo que pretendía darle órdenes. Ya en Rumanía, descubrimos que el hombre tiene una familia a la que había dejado atrás para irse a vivir a Alemania: un hijo pequeño y una novia. También cuenta con una amante, que es la jefa de la fábrica de pan del pueblo. Cuando unos inmigrantes llegan al pueblo, dispuestos a trabajar en la fábrica de pan, cierto malestar empieza a gestarse entre los habitantes: la mayoría no les quieren allí. Entonces la película toma la forma del enfrentamiento –muy propio del Modernismo– entre el individuo y la sociedad: la jefa de la fábrica quiere que los inmigrantes se queden porque son trabajadores honrados, pero el odio de la mayoría del pueblo pasará de las habladurías a las amenazas en redes, y de las amenazas en redes a los ataques reales. El protagonista, el hombre que vuelve de Alemania, pese al vínculo íntimo que tiene con la jefa de la fábrica, se unirá a los reclamos mayoritarios de odio.
Había venido al cine buscando un refugio, pero, como de costumbre, he acabado con el corazón encogido durante las dos horas de metraje. Poco antes de que termine la peli, cuando se enciende la luz verde de la salida, siento miedo de salir a la calle. Todo me resulta tan amenazador, fuera de esta sala.
Pasamos por la Grand Place, por las galerías Saint Hubert, por delante del Manneken Pis, y, después de cruzar el Mont des Arts, acabamos visitando el complejo de museos que conforman, en parte, el Musée Magritte, el Fin-de-Siècle y el Oldmasters. Magritte: «El surrealismo es el conocimiento inmediato de lo real.»
En el Fin-de-Siècle descubro la figura de Léon Spilliaert, belga, a quien dedican una sala entera; su visión de un interior de restaurante vacío (Salle de tables d’hôtes, de 1904) me deja gratamente intrigado; su oscuro simbolismo contrasta con la sección de Art Nouveau, donde nos espera una serie de cuatro retratos femeninos de Mucha, al lado de una mesa y sillas de madera –«la belleza en lo cotidiano», dice una cartela. También hay Ensor; Théo van Rysselberghe, cuyos retratos de Gide siempre me han gustado; Gauguin…
El museo Oldmasters es al que dedicamos menos tiempo. Nos sentamos un rato ante el Marat assassiné de David y nos entretenemos observando los detallados y grotescos rostros que hay en una versión de El vino de la fiesta de san Martín, de Bruegel el Viejo. Hay muy poca gente en el museo; lo visitamos entre la una y las dos, mientras los autóctonos almuerzan.
Fuimos al Parlamento Europeo. Aunque no habíamos pedido cita previa, nos dejaron visitarlo, y nos dieron audioguías para acompañar el recorrido. El orden que se respira en el Parlamento Europeo es el que quisiera que hubiera en mi mente, aunque no es un ideal ni realista ni siquiera deseable. Naturalmente, en el Parlamento no tardamos en aburrirnos. Nos fuimos a ver anochecer al Parque del Cincuentenario, donde compramos nuestros primeros gofres a un vendedor ambulante.
Los trenes belgas cuentan con primera y segunda clase. Los billetes que compramos, claro, eran para segunda clase, pero en el primer trayecto que hicimos ignorábamos esta distinción y nos sentamos en primera. El revisor no tardó en alertarnos de que debíamos cambiar de sitio. Dice mucho de un país que en el transporte público se establezca una jerarquía básica y nadie proteste. ¿Sería posible una primera y segunda clases en España? ¿Sería posible siquiera en Francia, mucho más cerca de la sensibilidad belga?
En una de las exposiciones del museo de la moda de Amberes, había una pieza que desconocía y que me llamó poderosamente la atención: la secuencia de fotos de 1887 que lleva por título Two Women Meeting and Passing Each Other, de Eadweard Muybridge. En ella se ve a dos mujeres de la época victoriana, vestidas elegantemente, a la moda, con vestidos a medida, que, al cruzarse, se saludan. El encuentro quizá dura solo un instante, pero la disección en cronofotografía lo desautomatiza, incluso magnifica su importancia. ¿Qué debían decirse? ¿Qué pensarían la una de la otra? Un saludo casual, bajo la lente de Muybridge, cobra un misterio inusitado.
Saene es el más desconocido de los Seis de Amberes. Margiela ni siquiera pertenecía a los Seis de Amberes; por eso se decía que eran 6+1. Es en el margen de la vanguardia, pues, donde encuentro lo que más me interesa. En la exposición sobre moda y psique también se muestran las barbies para las que Margiela hacía vestidos cuando era pequeño. O las muñecas del Théâtre de la Mode (1946): «Esta exhibición de 237 muñecas en miniatura, vestidas con ropa de día y de noche por costureros parisinos, atrajo cerca de 100.000 visitantes. Las muñecas destacaban la artesanía de la costura francesa.»
Cuando salimos del MoMu ya era de noche y empezaba a llover. Los días invernales en Bélgica terminan muy pronto; a las cuatro y pico ya atardece; a las cinco o seis, todo cerrado.
Sueño horripilante en que se me caen todos los dientes frontales. Corro de un dentista a otro buscando ayuda. No es la primera vez que sueño algo así.
Dedico la tarde a escribir en este diario sobre el viaje a Bélgica. Las varias páginas que escribo me dejan insatisfecho; querría que fuesen más sucintas y estuvieran más cohesionadas. Puesto que este diario no verá la luz, no me acaba de importar.
Me dormí entre la medianoche y la una. Antes de acostarme, leí algunas páginas de Dir la realitat, de Lluís Vicent Aracil, libro que cogí prestado de la biblioteca. Es iluminador. Este sociolingüista hace un planteamiento atrevido, realmente reflexivo; no repite discursos que le hayan sido transmitidos sino que cuestiona, toma un prisma filosófico, mira las cosas como por primera vez. «Fes coses estranyes, i veuràs coses interessants.» (p. 12). Sorprendentemente este libro nunca ha sido reeditado desde su publicación.
No puse el despertador expresamente. Quería dormir, dormir, dormir. He dormido y he soñado, sí. El sueño es como un chapuzón; la cama es una piscina; te sumerges entre las sábanas, cierras los ojos y sueñas hasta que vuelves a despertarte; entonces te das cuenta de que aún es muy pronto y vuelves a sumergirte en el sueño. ¿Cuánto debe haber soñado la persona que más ha soñado de todo el mundo? ¿La vigilia le importaría en absoluto?
Este diario es una botella arrojada al mar, lo cual resulta absurdo, puesto que soy el primero en tener claro que la literatura es comunicación.
«Dans l’Europe du Moyen Âge et de la Renaissance, les moines portaient des robes à capuche; au dix-huitième siècle, les dames arboraient des manteaux de voyage mi-longs, à capuchon. De même, dans les interprétations contemporaines, le porteur peut se dissimuler sous ce vêtement sombre, dont le volume enveloppe souplement son corps. La cape protège des regards extérieurs. Au cours des années 70, sa version streetstyle, le hoodie, est popularisée dans la culture hip hop new-yorkaise.»
Ayer empecé a leer la biografía de Karl Lagerfeld que publicó la editorial Superflua. La autora, Marie Ottavi, empieza hablando detalladamente de la juventud de Lagerfeld en París: «El chico es particular, un excéntrico para sus contemporáneos. “[Mis padres] Me permitieron probar todo lo que quise –explicará– pero tuve que demostrar que era un tipo serio. No cundió el pánico.”» (p. 20). La semana que viene, la autora presentará la biografía en La Central del Raval junto a Albert Serra.
Entre ayer y hoy, he visto dos pelis diferentes y similares al mismo tiempo. Eran diferentes porque habían sido hechas en circunstancias diferentes. Eran similares porque defendían un tipo de cine similar: un cine de resistencia.
Ayer, fui al estreno del cortometraje El nacimiento de un río, dirigido por mi amigo Javier Calvo. En él, veíamos a un chico y una mujer. Veíamos a la mujer conduciendo. Veíamos la montaña, el bosque. Veíamos al chico desaparecer. Veíamos unos árboles que el viento mecía a través de una ventana; un pájaro cruzando ágilmente. Veíamos a la mujer desconsolada. ¿Sería la madre del chico? ¿O una amiga? ¿O no habría relación entre ambos? El nacimiento de un río trata de un encuentro. Es cine de ficción, narrativo, pero la narración tan solo es sugerida; es el espectador quien debe completar el sentido.
Esta noche, en la Filmoteca, he visto Où gît votre sourire enfoui? [¿Dónde yace tu sonrisa escondida?], dirigido por Pedro Costa en 2001. En este documental, el matrimonio de cineastas Danièle Huillet y Jean-Marie Straub, en la sala de montaje, preparan una de sus películas. Straub es expansivo, verborreico. Huillet, áspera, le pide que calle, que se fije en algo, que sea más atento. Son Platón y Aristóteles en la pintura de Rafael. Observan el metraje de su peli a través de un monitor. Avanzan, retroceden. ¿Dónde deberíamos cortar? ¿Aquí? ¿O allí?
El cine es fruto de una ardua elaboración. También lo es la literatura. Où gît votre sourire enfoui? es una de esas pelis que te crean esperanzas; esperanzas de que, en un mundo crecientemente acelerado, aún sea posible hacer una obra bien hecha. Pedro Costa, al presentar la sesión, ha dicho: «Cuando empecé a grabar el documental, hacía lo que hacen los directores cuando no saben qué hacer: zooms, cambios de sitio…» El virtuosismo técnico no suple la falta de ideas. Straub lo dice en el documental: para que se dé forma a algo, primero tiene que haber una idea. Idea y forma, ni puro concepto ni puro formalismo.
El nacimiento de un río y Où gît votre sourire enfoui? nacieron de ideas, pero cobraron forma a través de un largo proceso. La creación artística no solo debe resistir ante las complicaciones que surjan durante su realización, sino también frente al descreimiento generalizado según el cual el arte no serviría para nada.
Si queremos construir una casa nueva, debemos empezar preguntándonos: ¿por qué hago lo que hago?
Leo el libro de Álvarez-Quiñones sobre los dandis. También vuelvo a la lectura de Verdad y método: «La conciencia histórica no es tanto un apagarse a sí mismo como una progresiva posesión de sí mismo» (p. 296). El conocimiento de la historicidad propia, de la tradición propia, es autoconocimiento. Si el estudio de la literatura puede darme algún fruto será en esa dirección.
Cada día intento leer una página o dos de Josep Maria Esquirol. He vuelto a empezar La resistència íntima, que leí en su momento, en verano de 2016. Han pasado casi siete años y la lectura de Esquirol todavía me acompaña; sus palabras no caducan, aunque ahora resuene con ideas suyas diferentes a las que antes me podían llamar la atención. Mi intención es, después, seguir con la relectura de La penúltima bondat y Humà, més humà.
Dice en La resistència íntima: «Per buscar l’essencial no cal anar desestimant res, més aviat al contrari: s’adiu de buscar el més pregon a través d’allò que ja se sosté per si mateix.» (p. 140). Cabría, pues, abrir bien los ojos, y no cerrarlos en retirada mística.
En el MNAC, han puesto la exposición sobre Feliu Elias entrando a mano izquierda. La exposición lleva por título La realitat com a obsessió y repasa las tres facetas con que contaba Elias: la de pintor, la de caricaturista (bajo el pseudónimo Apa) y la de crítico de arte (como Joan Sacs, nombre tomado del wagneriano Hans Sachs). También dirigió revistas, etcétera. Las personalidades polifacéticas son asombrosas; si a mí ya me cuesta hacerme cargo de una sola faceta, como es la de escribir, ¿cómo asumir tantas otras?
Elias fue un hombre de ideas progresistas, de izquierdas, anticlerical, lo que no impidió que en el terreno artístico se mostrase contrario a las vanguardias; estéticamente solo creía en los clásicos y en la realidad –en cierta visión de la realidad, se entiende. Consideraba que el impresionismo era lo más importante que le había ocurrido a la historia del arte: «La veritable pintura no existí fins que Turner i els impressionistes vingueren al món de l’art… Degas, Manet i Renoir, o el gran Sisley!»
Las pinturas más conseguidas de Elias son bodegones y, en segundo lugar, retratos. Los bodegones son de objetos que parecen vivos y los retratos, de personas que parecen inanimadas; el juego entre lo animado y lo inanimado me hace pensar en una visión del futuro que tuvo Novalis: «El ser humano ya no será más que un conciudadano de una república de seres vivos a la cual también pertenecerán las plantas, los animales, las piedras, las nubes y las estrellas.» Un tarro con tomillo, Francesc Pujols, una mesa estilo imperio, los retratos dandinizantes de Joan Junceda o de unos tales «chicos Odón y Víctor Hurtado»… Para Elias no hay diferencia entre todos estos entes; lo que le interesa es la superficie.
En la última sección se exponen pinturas de artistas a los que Elias elogió o condenó. A día de hoy, resulta difícil no reírse al verle decir que «Dalí està perdut». En algún lugar me dijeron que acertamos en lo que nos gusta y nos equivocamos en lo que no nos gusta. En esta última sección descubro la obra de Ferran Callicó, a quien Elias consideraba un «bon secuàs d’Ingres». Indudablemente, Apa acertó en lo que le gustaba.
También empiezo a leer el ensayo La decadència de la mentida. En él, Wilde pone a parir el realismo literario y ensalza la imaginación, la fantasía; echa pestes de Émile Zola pero, en cambio, salva a Balzac.
Ayer acabé de ver Grace and Frankie. Es una serie en que comprobamos que Jane Fonda, a sus ochenta y pico años, sigue teniendo una potencia arrolladora y en que descubrimos a Lily Tomlin, que, formando tándem con la primera, me ha hecho reír a mandíbula batiente a lo largo de las siete temporadas. Es realmente difícil encontrar narrativas sobre la tercera edad. ¿Qué títulos se nos vienen a la cabeza? ¿Amor, de Haneke, o la última de Gaspar Noé? Pues vaya panorama. Grace and Frankie me ha hecho hacerme preguntas sobre cuestiones que relacionamos con la vejez (las enfermedades, el cambio de las relaciones paternofiliales, la accesibilidad de nuestras ciudades, las residencias, etcétera) que de otro modo no me habría planteado. Y con humor, lo que añade un plus de dificultad.
La serie, como es comprensible, pierde fuelle en las últimas temporadas. Los americanos son profesionales en alargar series innecesariamente (el dinero manda). Igualmente, vale la pena dejarse acompañar por Fonda y Tomlin una noche tras otra durante un tiempo.
Anoche, antes de ponerme la serie, escribí en una página de la agenda que mis padres me dieron en diciembre y que todavía no había usado. Es una agenda grande, que cada año les regalan unos proveedores suyos. Fue escritura automática. Imaginé una playa en verano y empecé a describirla. Los personajes no tardaron en llegar.
Desde que empezó el año no he avanzado con la novela. ¿Y si no fuera el momento idóneo para contar una historia tan personal? ¿Y si, como asegura Wilde, el arte consistiera en mentira y fantasía, y no en plasmación de la vida, en realismo? ¿La novela no acaba de despegar porque la concibo de un modo demasiado imitativo? ¿Debería separarla de mi experiencia vivida para que empezara a cobrar forma? ¿Pero qué sentido terapéutico tendría entonces? Quizá no lo debe tener.
Le mando un mensaje pidiéndole disculpas. He hecho el ridículo profundamente pero, a la vez, no vale la pena seguir pensando en ello; antes me gustaba demasiado fustigarme a mí mismo; a día de hoy creo que no serviría de nada, no me libraría de que en el futuro pudiera vivir otros malentendidos.
Antes de acostarme, casi cada noche, procuro leer un artículo de Ors en Papers anteriors al Glosari. Algunos resultan casi incomprensibles porque lo que en ellos se cuenta está estrechamente conectado con la actualidad de su momento (1905); solo un historiador encontraría su clave (iba a decir: les sacaría el entramado) y no pretendo que mi punto de vista se vuelva historiográfico. Así como algunos poemas son herméticos desde su creación (Mallarmé, Celan), hay textos a los que el tiempo vuelve herméticos. El tiempo es un velo, así como –a decir de Oscar Wilde– el arte también es un velo, y no un espejo. Tal vez los reflejos nunca reflejaron, realmente.
Luego subimos a La Central del Raval, donde es la presentación de Karl, la biografía sobre Karl Lagerfeld que una periodista francesa, Marie Ottavi, ha escrito. La presentación consiste en un diálogo junto al cineasta Albert Serra, quien comenta: «Aunque no conocía ni a la autora del libro ni a su editor, me autoinvestí como presentador de este acto.» Su persistencia en hacer lo que le dé la gana, su seguridad en sí mismo, sigue siendo admirable.
Karl lo ha editado Superflua. Hace poco, entrevistaron al editor de Superflua, Martín Torres, en el podcast Hotel Jorge Juan. Allí habló de cómo decidió dejar su antiguo trabajo y montar una editorial sobre narrativas de la moda: «Alguien me preguntó: si no trabajaras, ¿qué harías?», y se lanzó a ello. La pregunta es generalizable a: ¿qué es lo que quiero?, y su respuesta nunca resulta fácil; es fruto de un proceso largo de autoconsciencia.
Empecé a leer la biografía de Lagerfeld la semana pasada y me atrapó. Los capítulos son cortos y fluyen; se nos habla de la infancia del diseñador en el Hamburgo nazi, de su juventud en el París de posguerra… Ottavi recoge unas declaraciones que Lagerfeld hizo en 2006: «La gente era menos exigente, y por todas partes se daba una fantasía, una frivolidad, una libertad, que la censura de la corrección política ha matado» (p. 84). Lagerfeld ya hablaba de corrección política en 2006, cosa que me sorprende porque, en mi ignorancia juvenil, habría supuesto que esta expresión era mucho más reciente. Se ve que no: ya lleva por lo menos diecisiete años con nosotros.
La expresión corrección política es parte de un dispositivo por el cual personas reaccionarias, extremistas o simplemente groseras se quejan porque ya no pueden expresarse impunemente desde su privilegio. En verdad la corrección política no existe. Es más: brilla por su ausencia. Lo que se ha perdido estos últimos años es precisamente eso: la corrección, las maneras. Aunque Lagerfeld criticase la corrección política, él era el primero en ser correcto; su corrección provenía de las cortes dieciochescas que tanto admiraba y de su lectura de los grandes moralistas. Solo con más corrección, con más maneras, encontraremos la forma de vivir socialmente.
En sociedad, se debe hacer un esfuerzo por conservar las maneras. Cada vez menos gente está dispuesta a hacer tal esfuerzo. ¿Pero tener maneras es ser hipócrita? Ahí hay un conflicto, una tensión, quizá una incoherencia. O simplemente una paradoja, como tantas otras.
Ganar dinero y cuidar de uno mismo son acciones excluyentes. Quien está ganando dinero no puede estar cuidando de sí mismo. Quien cuida de sí no puede estar ganando dinero. Es necesario tomar consciencia de esa distinción taxativa porque la confusión de ambas acciones solo nos llevará a perder el tiempo. Quien pretenda estar cuidando de sí mismo mientras gana dinero no está cuidando de sí realmente, sino sometiéndose a los intereses del productivismo capitalista.
Empiezo la lectura conjunta con X: Apunts del subsol, Dostoyevski. A ella le encanta. Yo no acabo de entrar. Encuentro el tono del narrador demasiado agrio. «¿Cómo describirías el tono del narrador?», le pregunto a X. «Realista, atrevido, sincero, cínico.» Sí, quizá la palabra sea cínico. La primera vez que leí esta novela, hace muchos años, ya me costó conectar con ella por lo difícil que me resultaba identificarme con el discurso del protagonista. ¿Tan poco he cambiado como para seguir sin comprenderlo?
«A menudo ocurre que ciertas personas exteriormente bellas, cuando desnudan ante nuestros ojos las medianías de su alma, pierden de inmediato gran parte de la hermosura que conservaban antes de empezar a hablar; el mérito y la habilidad del dandi estriban precisamente en lo contrario: en la capacidad de guardar para sí la brillantez de sus pensamientos, bajo la permanente promesa de desatar en cualquier momento un caudal de delicias inagotables, con forma de palabras y maneras, que asombre a unos y a otros.» (Pedro Álvarez-Quiñones, Dandis, príncipes de la elegancia).
Luego leo unas páginas de Verdad y método dedicadas a Heidegger: «La hermenéutica tradicional había estrechado de una manera inadecuada el horizonte de problemas al que pertenece la comprensión. La ampliación que Heidegger emprende … será por esta misma razón particularmente fecunda para el problema de la hermenéutica.» (p. 326). Heidegger se da cuenta de que la hermenéutica, la interpretación, no es un problema de especialistas, sino que lo propio de todo ser humano es comprender. Siempre estamos comprendiendo, aunque ni nos demos cuenta. Y nuestra manera de comprender viene determinada por quiénes somos, nuestra historicidad, nuestras circunstancias, nuestra finitud –nuestras limitaciones.