Voy a los Renoir Floridablanca a ver Moonage daydream, un documental sobre David Bowie, a la sesión de las cuatro. La crítica ha sido bastante unánime a la hora de aplaudir este documental. A mí me da la sensación de que, a lo largo de sus dos horas y cuarto, no respira. Como algunos han afirmado, es un «videoclip continuo». Incluso ha habido algún momento en que he tenido que cerrar los ojos y respirar hondo o hasta me he planteado salir de la sesión. Cuando ha terminado, he ido al baño y me he puesto una mano sobre el pecho: el corazón me iba a cien.
Creía que Moonage daydream se centraría en el Bowie de Ziggy Stardust, pero no es así. Hace un recorrido por las múltiples facetas y momentos de Bowie y recoge la filosofía de vida que les subyace a través de declaraciones suyas a los medios. En algún momento es inevitable emocionarse: recuerdo a mi yo de catorce años fascinado por este hombre andrógino con talento e inteligencia que con su ingenio podía desenmascarar la estulticia de algunos periodistas de los setenta: «They’re shoes shoes, silly!»
Aunque ambos son actos de habla cotidianos, es diferente pedir perdón y dar las gracias. Nos pasamos el día pidiendo perdón: «Perdón, ¿interrumpo?», «perdona, ¿puedo pasar?», «perdona, te he dado un golpe sin querer». Pedir perdón implica haber hecho algo mal. La mayoría de veces que pedimos perdón no hemos hecho nada mal, pero tememos absurdamente importunar a los demás. ¿Y si dejáramos de pedir perdón por cualquier cosa? ¿Y si dejáramos de echarnos encima una culpa que no nos corresponde?
En cambio, dar gracias no conlleva una culpa, sino que es señal de gratitud. No damos las gracias porque hayamos hecho algo mal sino porque alguien de nuestro alrededor nos ha hecho un bien, por mínimo que sea. Demos gracias, pues. ¿Por qué dosificar un don que puede ser infinito, con el que podemos ser generosos puesto que no por darlo más lo agotamos? Dar las gracias no cuesta nada. La gratitud es un modo de ver las cosas.
En octubre del año pasado, se publicó el último volumen de la obra completa de Heidegger, el volumen número 102. Lleva por título Preliminares i-iv. ¿No es bello que al cabo de una vida encontremos los preliminares? No he encontrado ni notas de prensa ni reseñas en español sobre este volumen, y eso que ya hace más de un año que salió. En la web de la editorial, se dice que en estos cuadernos Heidegger deja de polemizar –más allá de algunas referencias a Adorno y Günter Grass– y se dedica a reflexionar sobre la sociedad industrial, la cibernética, la informática. «The penultimate entry of the notebooks, written in a handwriting that is difficult to decipher, defines “thinking” as “an inaudible conversation with the escaped gods”.»
Los sacrificios son en vano. Un sacrificio es una sustracción. No por sustraer algo terminas con su deseo o resuelves el problema. Un deseo nocivo tan solo desaparece si se le contrapone otro deseo igual o más poderoso. O si tal deseo ya se ha vuelto tan nocivo y ha sido saciado tan insistentemente que solo queda el hastío.
«Per què ploren els infants més petits quan comencen el curs escolar? Cal trencar el vincle per fer possibles altres companyies i emprendre nous aprenentatges.» (Marina Garcés, Males companyies).
La equivocidad es el juego en el que Twin Peaks decide entrar continuamente; por eso son absurdos los artículos del tipo «Twin Peaks explicado definitivamente». No hay nada que pudiera aburrirme más que una explicación didáctica de lo que ocurre en Twin Peaks –y no hay nada más pretencioso que creerse poseedor de la «clave» de lo que ocurre en la serie.
En la caja, cuando voy a pagar, hay un hombre de unos cincuenta o sesenta años hablando solo: «¿Sabes si Esther ha salido?», «¿sabes si Esther ha salido…?», va repitiendo, dirigiéndose al aire. Una librera le dice: «Señor, ¿puede salir de la tienda?» «¿Por qué debería salir de la tienda? ¿Solo porque le he cuestionado algo al jefe?» «Señor, aparte del libro, ¿quiere algo más?» Salgo y ya no oigo nada más del diálogo entre la librera y el hombre.
Al salir al mundo, uno se da cuenta de cuán hostil puede ser la realidad y agradece tener una familia. Vuelve a casa y escucha a sus padres, a sus abuelos, como no los había escuchado nunca. La calidez es un milagro para quienes no han gozado de ella. Quienes tuvimos una infancia más o menos feliz, más o menos mediocre, deberíamos volvernos sobre nosotros mismos y ver lo que hay de don en ser arropado.
Garcés empieza hablando de una obra de Eduardo De Filippo que vio representada en Girona y que trata –ya pasada por su filtro hermenéutico– de «la crisi del son en una comunitat de persones –familiars, veïns– que declaren insistentment que no poden dormir.» (53-54). Garcés cita a Jonathan Crary: «el son era l’últim bastió que li quedava al capitalisme per colonitzar les nostres vides i incorporar cada un dels seus moments al temps continu de la producció, del consum i de la comunicació.» (55). Cuando dormimos, quedamos desprotegidos, al amparo de los demás, ¿pero cómo vamos a ser capaces de tal abandono si basamos nuestras relaciones con los demás en el miedo (el otro es aquel que puede hacerme daño), y no en la confianza?
Conclusión: no te fíes de alguien que reduce sus horas de sueño. El otro día leía sobre alguien que «se autoimpuso dormir solo cuatro horas para poder escribir»; hace años, tal proeza me habría parecido ejemplar; ahora, ni siquiera me parece una proeza.
Uno acaba fácilmente desgastado, ajado, cuando, en lugar de aplicar la presunción de inocencia a los demás, les aplica sistemáticamente la presunción de maldad.
Sigue impactándome la definición de «la actitud de modernidad» que Foucault propone en «¿Qué es la Ilustración?»: «El hombre moderno, para Baudelaire, no es quien va en busca de sí mismo, de sus secretos y de su verdad escondida; es quien busca inventarse a sí mismo.» ¿Cómo encontrar nuestro sí mismo? ¿Buscando una esencia dentro de nosotros o construyéndolo desde cero, sin partir de ninguna esencia? En esas preguntas se juega el problema de la identidad, que tan actual nos resulta hoy.