Investigando sobre el dandismo, llegué a Max Beerbohm, a quien todo se le daba bien y todo lo hacía con estilo. Era caricaturista, crítico de teatro… Toparse con él en Oxford o en Rapallo –a donde se fue a vivir porque el ambiente londinense le tenía agotado– debía crear un gran efecto. En Acantilado, editaron dos cuentos suyos, breves, de intensidad condensada: uno es El farsante feliz y el otro, Enoch Soames.
En El farsante feliz, el protagonista, George Hell, queda hechizado por una chica, pero hay un problema: ella dice que solo se enamorará de alguien que tenga cara de santo. Así, George visita a un artesano y le pide una máscara de santo. La máscara se le ajustará tan bien que acabará por ser indistinguible de su rostro; George Hell pasará a ser George Heaven; el hábito, al fin, haría al monje.
Esta calurosa noche, leo Enoch Soames. Soames es un poeta al que nadie hace caso en el Londres de finales del siglo XIX. Se encuentra con el narrador-autor, Beerbohm, que se compadece de él. «Poseía una suerte de tenacidad que yo sólo podía admirar. Ni su obra ni él recibían el menor estímulo, pero él persistía en comportarse como un personaje: enarbolaba su raída bandera sin desfallecer.» A Soames se le aparece el diablo, que le da la oportunidad de viajar al futuro, cien años más tarde, para que compruebe en las enciclopedias del futuro si su nombre ha pasado a la historia o no.
En la Biblioteca Británica de 1997, descubre que nadie le recuerda salvo por un detalle: por ser un personaje de Beerbohm. Cuando regrese al siglo XIX y se encuentre de nuevo con Beerbohm, tan solo logrará desconfiar de él. Y confiar en el diablo, claro, puesto que ahora es su nuevo amo.
Máscaras que acaban volviéndose de carne y hueso, poetas fracasados… ¿Cómo no iba a sentirme a gusto en el mundo de Beerbohm? Marta D. Riezu recuerda cómo acabó sus días este fantástico imperturbable (en realidad es una cita de Thomas Wolfe): «Ve a poca gente, se sienta en la terraza y pinta un poco, lee un poco, pasea un poco, y de vez en cuando escribe un poco. Es vago y se esfuerza en no hacer mucho. A pesar de ello ha realizado cosas hermosas».
¿Y si el malestar y tristeza que siento últimamente no viniese de la soledad factual –que, en realidad, no es tan factual, si tenemos en cuenta que sigo rodeado de personas a las que quiero y que me quieren– sino de la pérdida de capacidad de autoanálisis? ¿Y si necesitase volver a terapia o, en su defecto, a observarme a través de este diario con tanto detalle como fuese posible?
No estoy seguro de avanzar por el camino correcto al hacerme esas preguntas. Como dice Sennett en El declive del hombre público, «porque estamos tan autoabsorbidos se nos hace extremadamente difícil … ofrecer cualquier valoración clara a nosotros mismos o a los demás acerca de la naturaleza de nuestras personalidades.» Según cómo, este diario o la simple autoreflexión serían espejos deformantes.
¿Qué movimiento debo hacer? ¿Uno que vaya del exterior al interior? ¿Uno que vaya del interior al exterior? ¿O debería recordar, como dicen algunos filósofos, que la dicotomía interioridad-exterioridad es falsa? Insisto: ¿qué hacer? El abandono de toda posibilidad, de todo esquema. No queda nada.
No hay nada que aborrezca más hoy en día que la adulación.
Leo El declive del hombre público, de Sennett. El sociólogo vio, ya en 1977, la magnitud del problema del narcisismo en nuestro mundo: «Las perturbaciones narcisistas del carácter constituyen las causas más comunes de las formas de angustia psíquica que los terapeutas deben tratar en la actualidad. Los síntomas histéricos que constituían los males dominantes en la sociedad represiva y erótica de la época de Freud han desaparecido por completo.» (p. 22).
¿Y si lo dejo correr? Cuando ejerces presión sobre la realidad, esta se bloquea, se satura, se estanca; decide no darte en absoluto aquello que le pides. ¿No debería concentrarme, modo zen, en lo que tengo, y no en lo que no tengo? Las cosas que tuvieran que venir vendrían por sí solas.
«El colmo de la dificultad es que, así como la verdad no es ningún ídolo, los otros tampoco son dioses. No hay verdad sin ellos, pero no basta estar con ellos para alcanzar la verdad.» (Merleau-Ponty, Éloge de la philosophie, citado por Marina Garcés).
En 1929, en París, apareció el último número de la revista La revolución surrealista. Contenía un fotomontaje con este nombre memorable, enigmático: «No veo a la mujer escondida en el bosque». Lo presidía un óleo sobre lienzo de Magritte y, a su alrededor, una serie de retratos de los surrealistas. Eran fotos de carné. Un año atrás, en 1928, se había instalado el primer fotomatón en París; la idea de fotografía automática casaba con la de escritura automática, tan querida por este grupo de artistas.
A principios de año, encontré una versión de este fotomontaje en el Musée Magritte. Me resultaba familiar, todos lo hemos visto alguna vez. Lo que no se conoce tanto es el contexto exacto en el que apareció: acompañaba una encuesta que habían hecho los de La revolución surrealista. El siglo XX fue muy dado a las encuestas. En el caso de esta, la pregunta formulada era: «¿Qué esperanzas depositas en el amor?» Algunas respuestas:
Louis Aragon: «Si el amor exige el sacrificio de todo lo que dignifica la vida, niego que sea amor».
André Breton: «Amar es estar seguro de uno mismo».
Luis Buñuel: «Si amo, [pongo en el amor] toda la esperanza. Si no amo, ninguna».
Paul Éluard: «[Deposito en el amor] la esperanza de amar siempre, sea lo que sea lo que le pase al ser que amo». «La vida, en lo que tiene de fatal, siempre trae consigo la ausencia del ser amado, el delirio, la desesperación». «El amor admirable mata».
Max Ernst: «¡Para amar, cuán gustosamente sacrificamos una parte más o menos grande de nuestra libertad!»
René Magritte: «El paso de la idea del amor al hecho de amar es el acontecimiento en el que un ser aparecido en la realidad impone su existencia de tal manera que se hace amar y seguir en la luz o en las tinieblas». «No puedo envidiar a quien nunca tendría la certeza de amar». «No se puede destruir el amor. Creo en su victoria».
Como de costumbre, Éluard resulta ser el surrealista más vulnerable, más afectable y, por tanto, el más razonable. Siempre me pasa lo mismo: leo dos líneas suyas y me entran ganas de leer su obra completa.