Decidí visitar la exposición Digital Impact porque Marta D. Riezu la recomendaba en una de sus columnas y lo que dice casi siempre va a misa. No contaba con ninguna referencia previa de arte digital.
Algunas piezas me gustaron mucho: Tormentas, del artista londinense Quayola, en que vemos y oímos las olas del mar en una tormentosa Cornualles que deriva en pinturas turnerianas; Una cartografía de la conexión humana, de Domestic Data Streamers, en que varios robots realizan trazos a partir de datos determinados (por ejemplo, hay uno que dibuja un círculo cada vez que dos mil personas hacen match en Tinder); Oasis (Archivo de los cielos), de Antoni Arola: te metes dentro de una esfera y en su interior descubres luces que imitan lo que ocurre en el cielo –el amanecer, el atardecer, una aurora boreal… Sobre todo la primera y la tercera, son obras en las que me quedaría a vivir.
Visité la exposición con X. Cuando estábamos dentro de la esfera de Antoni Arola junto a otros visitantes, un tío empezó a dar palmadas. Y siguió. Y siguió. Había quien le miraba de reojo, con enfado, y quien –como yo– trataba de ignorarlo como buenamente podía. Me gusta pensar, como los filósofos clásicos, que la gente no hace las cosas mal por mala fe sino por estupidez. X me dijo: «No puedo más». Se levantó y fue a regañarle: «Oye, hace un rato ya he tenido que salir de esta instalación porque una niña de seis años no paraba de corretear y me estaba jodiendo la experiencia, pero tú no tienes seis años». «Bueno, puedo hacer lo que quiera, ¿no?», se ve que le respondió. «Primero lee en el programa de mano de qué va la pieza, pesado». El hombre, obediente, cogió el programa y leyó. Seguidamente se sentó y no volvió a montar el numerito.
Me fascina que X tenga las agallas de hacer algo así. Cuando alguien a mi alrededor hace algo que me parece mal, no concibo la posibilidad de decírselo. ¿Por qué? Como dice la psicóloga Nicole LePera en Twitter, «es sano expresar rabia o molestia. Es sano decir: basta, no, no hagas eso. Rompamos el círculo del silencio». ¿Hay una contradicción entre esta actitud, este arrojo, y lo que se espera de nosotros al entrar en sociedad?
«Nada iba a pasar esa noche, ni nunca.» (Tao Lin, «Insomnio por un mañana mejor»).
Vamos al cine a ver Barbie, película de Greta Gerwig que en las últimas semanas se ha convertido en un taquillazo. Barbie no es nada del otro mundo, pero tampoco es una mala película. Han escrito el guion la cineasta y su marido, Noah Baumbach, lo que ya nos debería hacer sospechar que no nos encontramos ante una comedia al uso.
El argumento es ingenioso: la Barbie protagonista vive con las demás barbies en Barbie Land e imagina que su propia existencia ha ayudado al feminismo; cuando tenga la oportunidad de viajar al mundo real verá que no es así, y que se ha malinterpretado su sentido. Los diálogos están bien. En algún momento, Barbie dice: «No quiero ser una cosa creada, quiero ser creadora». Barbie quiere convertirse en humana y todos los humanos, en cierto modo, somos Barbie. Nuestra época –como ve Tara Isabella Burton en Self-Made– es la culminación del hacerse a sí mismo que empezó con el Renacimiento y que encontró uno de sus grandes hitos en los dandis; nuestro Dios ya no es exterior, no es el Dios de la religión; nuestro Dios somos nosotros mismos, nuestros deseos, qué queremos. Todo nos conduce a la misma pregunta: ¿qué quiero? Y a tratar de encontrarnos a nosotros mismos respondiéndola.
¿Pero nuestros deseos son el final de trayecto? ¿Qué supone una forma de pensar basada en el querer, en el desear, en la actividad, en un mundo literalmente exhausto como el nuestro? ¿No hay una contradicción entre el deseo personal y el mundo común?
Paradójicamente, Barbie somos nosotros y, a la vez, no lo somos en absoluto. Barbie es el ideal, es Dios, es el paraíso. La idea de perfección no es útil porque sea materializable, sino porque nos muestra justamente aquello que nosotros no somos, aquello que nuestra realidad no es; Barbie es lo opuesto a lo humano; a veces nos entendemos mejor a través de los contrarios que a través de lo idéntico. Nunca seremos Barbie. Aunque Barbie se vuelva humana al final del filme, nunca lo será realmente. Pero, como dice la Biblia, no solo de pan vive el hombre. También vive de fantasía, de ideal, de barbies.
«Oh, poguéssim ser normals d’un cop per a sempre.» (Eugeni d’Ors, Glosari 1906-1907).
Los emojis, stickers y notas de voz son fuente de excesos. En lo que respecta al móvil, cada vez abogo más por limitarme a la palabra escrita.
Si voy a ver una peli al cine, me gusta que dure más de una hora y media. No quiero tener que volver a la realidad en menos de noventa minutos.
El deseo puntual de que nada que tenga que ver con el sexo haya existido nunca.
Una pregunta inútil en la que siempre caigo: «¿Por qué a mí?»
Cuando salgo de La Virreina vuelve a llover. Abro mi paraguas y camino hasta la Barceloneta. El olor a frito de los chiringuitos oculta el aroma de la brisa. Pienso que una tarde lluviosa es una buena ocasión para acercarme a ver esa escultura de Juan Muñoz que tanto me gusta. Lleva por título, precisamente, Una habitación donde siempre llueve. Es una especie de cabaña en cuyo interior habitan cinco hombrecitos. No tienen piernas sino que sus cuerpos terminan en unas inquietantes esferas. Sus rostros no transmiten ningún sentimiento, como máximo se podría creer que están en las nubes.
El título de la escultura me gusta, sí. ¿Quién nunca ha sentido cómo llovía dentro de su propio hogar? Es irónico que lleve ese título y se encuentre en una ciudad como Barcelona. Estos hombres de aspecto anónimo y monacal –como todos los hombres que hacía Muñoz– antes quedarán empapados en su propio sudor que por el agua de una tormenta.
Pronto me decido a seguir con mi paseo. Camino al lado del Somorrostro, del Bogatell, de la Mar Bella. Las gaviotas están encantadas con que la lluvia haya barrido a los turistas; se agrupan y se quedan quietas, se diría que están vibing. En algún momento para de llover pero yo, que soy lento de reflejos, sigo con el paraguas abierto hasta mucho más tarde. Cuando lo cierro, miro si alguien más a mi alrededor seguía con el suyo abierto. La respuesta es que no.
Antes de llegar al Fòrum, subo por el Carrer Josep Pla y, puesto que ya está anocheciendo, cojo el metro para volver al centro.
Parece que el mundo, poco a poco, recobra su normalidad. Aún no ha terminado agosto, pero los días ya saben a septiembre.