«El ser que no visite con frecuencia París jamás será elegante por completo.» (Balzac, Tratado de la vida elegante).
Estas palabras de Miró se me quedaron grabadas la primera vez que las leí: «No és una obra el que compta, sinó la trajectòria de l’esperit durant la totalitat de la vida.»
Me despierto con la noticia de que la profesora de lingüística Carme Junyent ha muerto. Sufría un cáncer. Recuerdo sus clases, en primero de carrera. Se acercaba a la lingüística del único modo en que se puede estudiar algo: encarnadamente, situadamente. Era una profesora diferente, una maestra de vida en sus acciones y palabras. Se va una voz crítica, asertiva, honesta, como pocas hay. Fue de las primeras en señalar que el catalán estaba en vías de desaparición, en medio de un contexto de políticos optimistas que necesitaban decir que el catalán se encontraba en perfecto estado de salud para que no se descubriera que su «inmersión» no había servido de nada. Vio lo que ocurría con el llamado lenguaje no sexista y dijo que el emperador iba desnudo. Mostró que, bajo la hipótesis Sapir-Whorf y la idea posmoderna de que cada lengua determina una visión del mundo excluyente de las demás, yacía un peligro supremacista.
Junyent nos deja desamparados a quienes no comulgamos con fundamentalismos tribales, nos deja sin un modelo a seguir. Después de asistir a sus clases, confié en que algún día me toparía con ella de nuevo. No se dio el caso. Fui con Abril a la presentación de uno de sus libros pero no me atreví a acercarme, por miedo a molestar. Quizá, a los veinticinco años, he llegado a ese momento en que ya no todo es posible y el cuervo, a ratos, exclama: «¡Nunca más!» Ya no puedo jugar a ser el estudiante tímido de la última fila porque toda ocasión puede convertirse en la última.
«Es bien sabido que Brummell prefería los trajes con apariencia algo usada. “Lo nuevo”, decía, “no es personal. Lo nuevo endominga.”» (Luis Antonio de Villena, Corsarios de guante amarillo).
La gente que cree que no tiene prejuicios es peligrosísima.
Algo que me guste: el silbido del viento cuando pasa a través del hueco de la ventana.
Por la noche, acabo de ver Las amargas lágrimas de Petra von Kant (1972), que empecé ayer. Una idea inmadura del amor: te interesa la persona a quien no le interesas. A Petra le interesa Karin hasta que esta se muestra predispuesta a visitarla el día de su cumpleaños. A Marlene, la ayudante, le fascina Petra hasta que esta decide tratarla como un igual. El filme termina con la enigmática y muda Marlene haciendo las maletas y yéndose. Se lleva consigo la muñeca que habían regalado a Petra, un sucedáneo de Karin, lo que hace que se quede más sola aún.
Hacia el final de la peli también aparecen los familiares de Petra: su prima, su madre, su hija… Les trata desconsideradamente, puesto que solo tiene ojos para Karin. El amor y la familia parecen regiones alejadas, pero en verdad son la misma, con un mismo nombre: afecto. En las relaciones de pareja buscamos con urgencia lo que nos faltó en el seno de la familia.
«Nuestra habilidad para contar nuestras propias historias sobre nosotros mismos, y para convencer a los demás de que esas historias son ciertas, nos sostiene no solo culturalmente sino también económicamente», escribe Tara Isabella Burton en su ensayo revelador, Self-Made. En el discurso que mantenemos en las redes, la coherencia se traduce en likes, atención, –finalmente– dinero. La duda, la más mínima contradicción, nos juega a la contra.
¿En qué momento decidimos que debíamos estar constantemente vendiéndonos a nosotros mismos? Lo más terrible es que, de hecho, no lo decidimos. Solo una radical toma de consciencia nos salvaría. Y la puesta en común de esa consciencia, sobre todo.
En el sueño de esta noche, adopto un gato. Es siamés, como el que tenía de pequeño. Es cariñoso. Un día, al volver a casa, descubro que no solo hay el gato que he adoptado sino que ha aparecido otro, de la misma raza. Este no es cariñoso, me muerde constantemente. Intento echarlo pero no hay manera. Siempre vuelve. Está enamorado del gato que adopté en un primer momento y a mí me hace la vida imposible. (¿Estaré reproduciendo el esquema de Marlene, Petra von Kant y Karin?)
No tener miedo a ser diferente a uno mismo.
Acabo de ver Xanadu (1980), que ya empecé anoche. Sí, es malísima e, incluso si se la justifica por su estética kitsch, cuesta encontrar razones para seguir viéndola. No paro de encontrarme con Gene Kelly en pelis (Las señoritas de Rochefort, Siempre hace buen tiempo); inconscientemente le busco. Nunca había dado importancia a Olivia Newton-John porque aborrezco Grease, pero aquí solo puedo quedarme extasiado por su brillante sonrisa. Dice el personaje de Gene Kelly: «Mañana es la inauguración de Xanadu. Puedes traer a las cámaras de televisión, pero no habrá famosos. No, solo gente normal, cualquiera que venga.»
Me he puesto la camiseta negra de Aphex Twin. En un primer momento me ha apetecido llevarla; luego me he inhibido, pensando que era pretencioso llevar una camiseta de Aphex a una performance en el Liceu; luego me he dicho que qué más da y me la he puesto. Los demás no piensan en nosotros tanto como creemos.
Pido una copa de vino blanco en El Cafè de l’Òpera mientras espero a X. La decoración es espléndida, pero, sobre las mesas, unas cartas plastificadas y con espiral desentonan completamente con el resto (¿qué habría costado encargar unas cubiertas mate que imitaran la piel?); un solo detalle cutre es suficiente para romper la armonía del conjunto.
Once de la noche. Bajo mi ventana, por la calle, oigo que pasa un grupo de señoras. Por su voz deduzco que deben ser bastante mayores. Se les nota animadas. «Mientras podamos, lo seguiremos haciendo, ¿eh?», dice una, como empezándose a despedir. «Nena, ¿pero dónde te has ido a aparcar el coche?», se ríe otra. El entusiasmo que muestran pese a la hora que es –han olvidado el cansancio del cuerpo–, el llamar nena a tu amiga aunque ambas ya tengáis setenta años… Una lección. En pocos segundos han llenado mi noche de viernes.