31 de diciembre de 2022

El domingo de la vida. Diario 2022: diciembre


Hay gente que actúa con mala educación y dice: «¡Estoy siendo yo mismo!» Durante un tiempo, caí en esa mentalidad. Debo procurar no volver a caer en ella; ser uno mismo no es ser un maleducado. El conocimiento de sí debería conducir, al contrario, a la buena educación, a la formación. La profesora Cirlot, explicando la filosofía de Gadamer, dijo: «Una persona formada no es una persona que tiene muchos conocimientos, es una persona dispuesta a escuchar al otro.» Alguien que considere que «ser uno mismo» consiste en seguir tu primer impulso no escuchará al otro, sino que le dirá: «Lo cierto es que no me apetece escucharte. Es mejor que me escuches tú a mí.»

 

Cojo el portátil y acabo de ver Un año con trece lunas. Empieza con una premisa interesante, una serie de escenas de gran belleza, un ritmo y narración bastante convencionales. En la segunda hora, se transforma en un filme puramente fassbinderiano, con más absurdo, más nihilismo, cero compasión. Elvira es una mujer trans que ha amado ingenuamente. Ha amado a Anton Saitz (bellísimo Gottfried John), a Cristoph… y los hombres no le han devuelto su amor. Un año con trece lunas es una película sobre la hostilidad del mundo y la forma más extrema de enfrentarse a ella, el suicidio.

Fassbinder consideraba Un año con trece lunas su segunda mejor película, por detrás de Atención a esa prostituta tan querida. Según Wikipedia, Fassbinder afirma esto en The anarchy of the imagination: Interviews, essays, notes, libro cuyo título me llama poderosamente la atención. La anarquía de la imaginación.

 

Autobús Mataró-Barcelona. Entran una madre y un niño y se sientan detrás de mí. «Quítate el abrigo», le dice la madre. El niño se lo quita y le pregunta: «¿Y tú por qué no te lo quitas?» «Porque es una odisea.» «¿Qué es una odisea?» Conjeturo qué le responderá la madre: ¿una historia escrita por Homero? ¿Un libro en el que se narran las aventuras de Ulises? La madre no le contesta, se limita a sonreír, pero el niño insiste: «Mamá, ¿qué es una odisea?» «Una odisea es... un coñazo.»

 

Miro la entrevista que le hizo Soler Serrano al compositor Frederic Mompou en A fondo. La entrevista es de 1976 y Mompou todavía está muy lúcido. Es tímido, pero no por ello desagradable. Hay algo en su físico que me llama mucho la atención. Su rostro, sus manos… todo transmite una elegancia absoluta. Una elegancia que no es rotunda sino sugerente, fina. ¿Cómo debía ser Mompou en el trato cercano? Es curioso porque, en la entrevista, parece tener el tic de darle la razón al entrevistador en todo lo que este dice. Soler Serrano dice: «Esa esencialidad…» Él repite: «Sí, eso es, esencialidad…», y así continuamente.

Hay una parte de la historia personal de Mompou que me interesa especialmente. Dice: «En París no trabajaba mucho. Ravel me dijo: “Irás de fiesta en fiesta y no acabarás haciendo nada.”» Mompou, en cierto momento, corta con la vida social y se encierra a trabajar. No fue una decisión puramente racional, sino que pareció darse por sí sola: bastante tarde, conoció a su mujer, y entonces dejó de pulular tanto.

 

En el camino del conocimiento, es necesario romperse un poco; la observación aséptica, la observación que no afecta al observador, es una ficción moderna.

 

Julieta, dirigida por Almodóvar y que está en Netflix, muestra edificios brutalistas madrileños, una historia de amor en un tren, una madre, una hija, una ausencia, un deseo. El final pretende ser abierto, pero más bien resulta vago. Almodóvar ha hecho cosas mejores. Aun así, Julieta está a la altura de otros trabajos suyos. Incluso creo que me interesó más la transgresión de la comedia española que operaba en Los amantes pasajeros. Aquí, como en tantas pelis suyas recientes, trabaja con el melodrama, pero sin salirse del camino recomendado, sin exploración.

 

Lo lamentable es que ni siquiera es imprevisible. Haga lo que haga, lo hará por interés propio.

 

El momento de menos dispersión en todo el día es cuando me pongo a escribir estas líneas. El diario me sirve para recordar, para guardar lo vivido, pero también para intensificar, para volver más intenso el momento presente a través de una memoria abierta como una herida.

 

En las cartas a su hermano, Van Gogh comenta que siente aversión por la belleza y gusto por la vejez y la fealdad. Escribe: «De la misma forma que no se puede servir a dos amos a la vez, no se puede amar dos cosas tan diferentes y sentir por las dos simpatía.» Esa es una idea contra la que he construido mi forma de pensar. He intentado articular fealdad y belleza, gravedad y levedad… ¿Pero en el fondo es posible «amar dos cosas tan diferentes» o lo único que consigo es pulular sin resolverme a considerar la verdad? ¿La indecisión es propia de la juventud? ¿Es la indecisión una especie de anestesia, es decir, de falta de percepción? Una vez, la fotógrafa Gabriela Zea Nadal me planteó: «¿Y si tu estilo precisamente fuese la indecisión, el no decidirse por un solo estilo?»

Pensar en los años da miedo. Este 2022 he cumplido veinticuatro. Mi madre ha cumplido sesenta, lo que significa que, en veinticinco años, tendrá la edad que ahora tienen mis abuelos. En otras palabras: en veinticinco años, mi madre tendrá ochenta y cinco y necesitará a alguien que le cuide. Yo seré quien le cuide; me siento responsable de ello y no daría mi brazo a torcer. Eso quiere decir que, ahora que cumpliré veinticinco años, debería irme de casa. ¿Por qué? Porque dentro de veinticinco años más, es bastante seguro que tendré que volver. No quiero renunciar a una juventud fuera de la casa de mis padres; necesito irme ahora para crecer. Esto significa que se me han acabado los comodines de los estudios; debo ganar un sueldo con el que pagar un alquiler.

¿Es este un tipo de resolución? ¿Estoy finalmente tomando un camino? Una decisión conlleva incertidumbre y la posibilidad del fracaso. En la misma carta, Van Gogh dice: «Manos que llevan la marca del trabajo son más bellas que manos semejantes a las de la Phryné de Gérôme.» No me preocupa que un trabajo a tiempo completo pueda conducirme a dejar de escribir. Me he comprometido demasiado íntimamente con la escritura como para abandonarla. Las palabras abren el mundo; hacen estallar la tierra en significación. Vaya donde vaya, estarán tan cerca de mí como mi propia piel.

30 de noviembre de 2022

El domingo de la vida. Diario 2022: noviembre


En catalán encontramos la palabra recança, que el DIEC define de la siguiente manera: «Greu que sap de fer o d’haver fet, de deixar o d’haver deixat de fer, alguna cosa.» El diccionario Alcover-Moll la acerca a la tristeza, aunque en unos términos muy parecidos: «Sentiment de tristesa per allò que es fa o es deixa de fer, o pel que s'ha fet o deixat de fer.» También aporta un ejemplo de uso de la palabra, en el libro La parada, de Joaquim Ruyra: «Vaig sentir la recança que produeix un ball que s'acaba amb un adeu d'amor.» Hay algo en la especificidad de esta palabra que cada vez me parece más fundamental. ‘Pesar o tristeza que se siente por hacer o dejar de hacer algo, por haber hecho o haber dejado de hacer algo.’ ¿No es cierto que vivimos instalados en la recança; que, aunque estemos bien, sentimos una inquietud por lo que no hicimos, por las opciones que no tomamos? «¿Y si hubiera actuado de tal otro modo?»

Lo contrario de la recança es la satisfacción autocomplaciente, para la que el catalán también reserva una palabra: cofoisme. El DIEC define a la persona cofoia de la siguiente forma: «Satisfet i envanit alhora.» Entre la vanidad del cofoisme y la mala conciencia de la recança, me parece que la segunda siempre será mucho más esencial. Es lo que escribió Ors: «¿Conciencia tranquila? No te fíes del agua que no corra.»

 

El problema es que las palabras no se atan a las cosas; que, cada vez que decimos «cielo», es como si lo dijéramos por primera vez. Por eso cabe volverlo a decir.

 

La recança es un sentimiento muy presente en el dietario de Francesc Parcerisas: «La recança | és un atzar constant i tan segur | que sembla ser inexistent» (30), «Vaig comprendre els seus arguments i, amb recança, vaig llençar la bossa amb les cartes i les fotos» (67). Me interesa especialmente la primera cita: es un azar tan seguro que parece inexistente. Como todo lo fundamental, permanente, no destaca, a diferencia del llamativo cambio. Volvamos a la introducción de Verdad y método: «Lo que se transforma llama sobre sí la atención con mucha más eficacia que lo que queda como estaba.» (25).

 

Entramos a ver la exposición Els camins de l’abstracció. Pollock, Rothko, Tàpies, Oteiza, De Kooning… No falta nadie. Mi obra favorita, tanto por su irónico título como por su gesto: Brigitte Bardot (1959), de Antonio Saura. Y unas palabras de Jean Dubuffet grabadas en la pared: «El arte tiene que nacer del material. La espiritualidad tiene que adoptar el lenguaje del material. Cada material tiene un lenguaje, su lenguaje. No estamos hablando de dar un lenguaje al material ni de hacer que el material sirva a un lenguaje.» Es exactamente esto. Que el material –que en la literatura son las palabras– no sirva a una idea sino que las ideas emanen de las palabras. Ors escribió: «Las ideas, las pobres, aprovechan lo que pueden de las sobras del banquete de las palabras…»

 

«Serás un buen escritor cuando te olvides de ti mismo.» Todo esto me lo dijo cuando yo estaba en segundo de carrera, o sea, hará unos tres o cuatro años. Ha llovido mucho desde entonces. ¿Habré progresado en absoluto? ¿Le habré hecho caso? ¿Sus consejos tenían validez para mí? ¿O me eran impropios y, en mi afán por seguirlos o por, simplemente, observarlos, he olvidado quién era?

No puedo haber olvidado quién era porque no había un quién definido que recordar.

 

Cuando era pequeño, iba a un pediatra llamado doctor Llongueras. Cuando oía hablar del peluquero Llongueras, creía que se referían a mi pediatra, y no podía concebir que mi pediatra fuese un famoso peluquero cuando no estaba en su consulta.

Otra confusión que tenía de pequeño: el profesor de música que había en el colegio al que iba se llamaba Emili. Cuando alguien hablaba de «hacer la mili», expresión que desconocía, me pensaba que se referían a Emili. «¿Por qué hay tanta gente interesada en hacer algo con Emili?», me preguntaba a mí mismo.

Para un niño, las palabras son unívocas: no entendemos que se refieran a más de una entidad. Quizá el proceso de hacerse mayor, de crecer, consista, precisamente, en comprender la pluralidad semántica de las palabras –y, junto a la pluralidad de las palabras, la heterogeneidad del mundo.

 

Voy solo a los Renoir Floridablanca a ver Armageddon Time, dirigida por James Gray. Gray nos habla de su infancia en el Nueva York de los años ochenta –una nostalgia pizpireta, muy Licorice Pizza. Armageddon Time es una narración clásica sobre la amistad entre un chico de familia judía, Paul, y un chico afroamericano, Johnny, que coinciden en una escuela pública hasta que los padres de Paul deciden cambiarlo a un cole privado –un cole bajo la influencia del padre de Donald Trump, Fred Trump. Dos veces a lo largo del metraje me han entrado ganas de llorar.

El abuelo de Paul, interpretado por Anthony Hopkins, es un hombre atento. Los compañeros de Paul en el colegio privado le reprochan que en su antiguo colegio se juntase con un chico negro. Cuando le comenta a su abuelo estos reproches, Hopkins le dice: «Sé un mensch con esos niños, no han tenido tus privilegios.» Mensch, en alemán, es ‘humano’; en yiddish, ‘buena persona’. El privilegio, se entiende, es el de la tolerancia. Ser tolerante y abierto de mente es un privilegio, casi un don. No todo el mundo puede disfrutar de este don. Ahora lo vemos más que nunca; parece que la sociedad haya salido de la pandemia más irascible; ante un panorama tan hostil, la tolerancia y la serenidad son esfuerzos que cabe no dejar de hacer, puesto que encuentran su recompensa en el largo plazo. La ética siempre ocurre en el largo plazo.

 

Los puntos suspensivos son un signo realmente enigmático. Indican que el texto que les precede se ha dejado a medias o bien, si el texto precedente era una enumeración, que podría continuar. Interrupción o continuación. En los dos casos, los puntos suspensivos señalan lo que no está, lo ausente.

En la colección permanente de la Fundació Miró, encuentro unos puntos suspensivos. Gruesos, enormes. En lugar de puntos, podrían ser planetas. ¿Acaso no son puntos los planetas? Vistos desde nuestra Tierra. Cada punto de los puntos suspensivos está radicalmente separado de los demás, está radicalmente solo. Sin embargo, entre ellos, se hacen compañía. Es un privilegio con el que no cuenta el punto final.

31 de octubre de 2022

El domingo de la vida. Diario 2022: octubre


Voy a los Renoir Floridablanca a ver Moonage daydream, un documental sobre David Bowie, a la sesión de las cuatro. La crítica ha sido bastante unánime a la hora de aplaudir este documental. A mí me da la sensación de que, a lo largo de sus dos horas y cuarto, no respira. Como algunos han afirmado, es un «videoclip continuo». Incluso ha habido algún momento en que he tenido que cerrar los ojos y respirar hondo o hasta me he planteado salir de la sesión. Cuando ha terminado, he ido al baño y me he puesto una mano sobre el pecho: el corazón me iba a cien.

Creía que Moonage daydream se centraría en el Bowie de Ziggy Stardust, pero no es así. Hace un recorrido por las múltiples facetas y momentos de Bowie y recoge la filosofía de vida que les subyace a través de declaraciones suyas a los medios. En algún momento es inevitable emocionarse: recuerdo a mi yo de catorce años fascinado por este hombre andrógino con talento e inteligencia que con su ingenio podía desenmascarar la estulticia de algunos periodistas de los setenta: «They’re shoes shoes, silly!»

 

Aunque ambos son actos de habla cotidianos, es diferente pedir perdón y dar las gracias. Nos pasamos el día pidiendo perdón: «Perdón, ¿interrumpo?», «perdona, ¿puedo pasar?», «perdona, te he dado un golpe sin querer». Pedir perdón implica haber hecho algo mal. La mayoría de veces que pedimos perdón no hemos hecho nada mal, pero tememos absurdamente importunar a los demás. ¿Y si dejáramos de pedir perdón por cualquier cosa? ¿Y si dejáramos de echarnos encima una culpa que no nos corresponde?

En cambio, dar gracias no conlleva una culpa, sino que es señal de gratitud. No damos las gracias porque hayamos hecho algo mal sino porque alguien de nuestro alrededor nos ha hecho un bien, por mínimo que sea. Demos gracias, pues. ¿Por qué dosificar un don que puede ser infinito, con el que podemos ser generosos puesto que no por darlo más lo agotamos? Dar las gracias no cuesta nada. La gratitud es un modo de ver las cosas.

 

En octubre del año pasado, se publicó el último volumen de la obra completa de Heidegger, el volumen número 102. Lleva por título Preliminares i-iv. ¿No es bello que al cabo de una vida encontremos los preliminares? No he encontrado ni notas de prensa ni reseñas en español sobre este volumen, y eso que ya hace más de un año que salió. En la web de la editorial, se dice que en estos cuadernos Heidegger deja de polemizar –más allá de algunas referencias a Adorno y Günter Grass– y se dedica a reflexionar sobre la sociedad industrial, la cibernética, la informática. «The penultimate entry of the notebooks, written in a handwriting that is difficult to decipher, defines “thinking” as “an inaudible conversation with the escaped gods”.»

 

Los sacrificios son en vano. Un sacrificio es una sustracción. No por sustraer algo terminas con su deseo o resuelves el problema. Un deseo nocivo tan solo desaparece si se le contrapone otro deseo igual o más poderoso. O si tal deseo ya se ha vuelto tan nocivo y ha sido saciado tan insistentemente que solo queda el hastío.

 

«Per què ploren els infants més petits quan comencen el curs escolar? Cal trencar el vincle per fer possibles altres companyies i emprendre nous aprenentatges.» (Marina Garcés, Males companyies).

 

La equivocidad es el juego en el que Twin Peaks decide entrar continuamente; por eso son absurdos los artículos del tipo «Twin Peaks explicado definitivamente». No hay nada que pudiera aburrirme más que una explicación didáctica de lo que ocurre en Twin Peaks –y no hay nada más pretencioso que creerse poseedor de la «clave» de lo que ocurre en la serie.

 

En la caja, cuando voy a pagar, hay un hombre de unos cincuenta o sesenta años hablando solo: «¿Sabes si Esther ha salido?», «¿sabes si Esther ha salido…?», va repitiendo, dirigiéndose al aire. Una librera le dice: «Señor, ¿puede salir de la tienda?» «¿Por qué debería salir de la tienda? ¿Solo porque le he cuestionado algo al jefe?» «Señor, aparte del libro, ¿quiere algo más?» Salgo y ya no oigo nada más del diálogo entre la librera y el hombre.

 

Al salir al mundo, uno se da cuenta de cuán hostil puede ser la realidad y agradece tener una familia. Vuelve a casa y escucha a sus padres, a sus abuelos, como no los había escuchado nunca. La calidez es un milagro para quienes no han gozado de ella. Quienes tuvimos una infancia más o menos feliz, más o menos mediocre, deberíamos volvernos sobre nosotros mismos y ver lo que hay de don en ser arropado.

 

Garcés empieza hablando de una obra de Eduardo De Filippo que vio representada en Girona y que trata –ya pasada por su filtro hermenéutico– de «la crisi del son en una comunitat de persones –familiars, veïns– que declaren insistentment que no poden dormir.» (53-54). Garcés cita a Jonathan Crary: «el son era l’últim bastió que li quedava al capitalisme per colonitzar les nostres vides i incorporar cada un dels seus moments al temps continu de la producció, del consum i de la comunicació.» (55). Cuando dormimos, quedamos desprotegidos, al amparo de los demás, ¿pero cómo vamos a ser capaces de tal abandono si basamos nuestras relaciones con los demás en el miedo (el otro es aquel que puede hacerme daño), y no en la confianza?

Conclusión: no te fíes de alguien que reduce sus horas de sueño. El otro día leía sobre alguien que «se autoimpuso dormir solo cuatro horas para poder escribir»; hace años, tal proeza me habría parecido ejemplar; ahora, ni siquiera me parece una proeza.

 

Uno acaba fácilmente desgastado, ajado, cuando, en lugar de aplicar la presunción de inocencia a los demás, les aplica sistemáticamente la presunción de maldad.

 

Sigue impactándome la definición de «la actitud de modernidad» que Foucault propone en «¿Qué es la Ilustración?»: «El hombre moderno, para Baudelaire, no es quien va en busca de sí mismo, de sus secretos y de su verdad escondida; es quien busca inventarse a sí mismo.» ¿Cómo encontrar nuestro sí mismo? ¿Buscando una esencia dentro de nosotros o construyéndolo desde cero, sin partir de ninguna esencia? En esas preguntas se juega el problema de la identidad, que tan actual nos resulta hoy.

30 de septiembre de 2022

El domingo de la vida. Diario 2022: septiembre


Por la noche veo Los amantes pasajeros, dirigida por Almodóvar. Acaso sea una de sus pelis con peor puntuación crítica. Hay quien la emparenta con Mujeres al borde de un ataque de nervios y viene a decir: «Almodóvar ya no es capaz de hacer las comedias que antes hacía», pero me inclino a pensar, como otros, que bajo ningún concepto Los amantes pasajeros es una comedia más que en su apariencia superficial. Parece una peli salida de un sueño, como las mejores de Lynch. ¿En qué debía estar pensando Almodóvar? Es como si intentara asesinar su propio cine, su reputación; la creación de Los amantes pasajeros es un acto autodestructivo, como Miró quemando sus cuadros.

 

Para Gadamer, la literatura no es solo la poesía o las palabras que tienen forma literaria: «La capacidad de escritura que afecta a todo lo lingüístico representa el límite más amplio del sentido de la literatura.» Y dice un personaje de la última novela de Vila-Matas, Montevideo: «el mismo hecho de decirme que en París renunciaste a escribir ya es literatura, y a esa ley no podemos sustraernos, ni tú ni yo, ¿no te parece?» En efecto, es como si la literatura lo abarcara todo.

En la carrera aprendí que lo que determina que un texto sea literario es su forma. Parece que la vida posterior a la carrera consista en desaprender esa lección, en ver que la literatura no es solo una cuestión de palabras sino también de aquello a que remiten las palabras.

 

Hacer las cosas bien requiere un esfuerzo infinitamente mayor a hacerlas mal; el salto de hacerlas mal a hacerlas bien es cualitativo, inconmensurable. Un esfuerzo infinito que debo seguir haciendo. Lo contrario es claudicar. Dice Esquirol en La resistència íntima: «La fortalesa és, sobretot, la virtut de qui aguanta.»

 

Vila-Matas escribe en Montevideo sobre cómo es leer a Copi: «estaba descubriendo la verdadera fuerza de la imaginación y las posibilidades de cualquier historia para ir más allá de todas las barreras razonables.» Nada más exacto.

 

«Mirad, hoy hay luna llena», les digo. Y nos alejamos.

 

Godard ha muerto. Justo ayer por la tarde incluí como epígrafe de este diario una frase de Godard, la frase con la que cierra el spot que hizo para un festival de cine documental: «Et même si rien ne devait être comme nous l’avions espéré, cela ne changerait rien à nos espérances.» Sí, la esperanza. Hasta el último momento.

También busqué imágenes de su última aparición en público. Me salió un vídeo en el que afirmaba que deberían poner bebederos para jabalíes en la instalación sobre sus pelis que habían montado en la última Berlinale. Le mandé el vídeo a X y le dije: «¡Qué viejo está! Y todavía tiene el plan de hacer dos pelis más.» ¿En qué punto se debían encontrar las dos pelis que aún quería hacer? Lo último que estrenó fue Le livre d’image, en 2018. Recuerdo que salí del cine como si hubiera tomado LSD. Ha muerto a los noventa y un años. La reina Isabel II murió la semana pasada con noventa y seis. Y Javier Marías, que murió el domingo, lo hizo con solo setenta.

Cuando alguien famoso muere, busco bastante sistemáticamente su última aparición en público. ¿Cómo estaría? ¿La muerte habría empezado a dejar señales sobre su cuerpo? Como si, a medida que nos acercáramos a nuestro último día, encarnáramos más y más la muerte y la alteridad que hay más allá de la vida.

Se dice: «la muerte del cuerpo», como si el alma le pudiera sobrevivir. Y es posible que así lo haga, que algo tan milagroso como es la consciencia de sí no se pueda apagar una vez ha despertado. El alma se proyecta a la eternidad desde nuestra finitud más finita. Si el hombre fuera eterno, nada de lo que hiciera tendría importancia. Puesto que el hombre es finito, cada acto y cada momento importan.

 

Un cineasta que le conocía declara a la prensa: «Seguía trabajando un poco en sus próximos proyectos unas horas al día.» Trabajar en lo que uno ama hasta el final. Hasta el final. ¿La escritura me acompañará hasta el último de mis días?

 

Nuevo placer: Correr bajo la tormenta para llegar al último bus.

 

Los días que hablo mucho, vuelvo triste a casa. Sensación de que me han robado algo.

 

El problema de la nostalgia es que conlleva una dimisión del presente.

 

«Recelosa, reflexiona unos instantes, pero, como no sabía reflexionar, perdió el hilo de su discurso.» (Queneau, La alegría de la vida).

 

Crimes of the future no me entusiasma. En un principio habría creído que era una crítica al transhumanismo, pero después leo declaraciones a la prensa de Cronenberg en que parece estar más a favor que en contra: «¿Puede el cuerpo humano evolucionar para resolver los problemas que hemos creado?» Este señor no tiene los pies en el suelo. Así, Crimes of the future se disfruta más como un homenaje a la serie B que como una peli de tesis. Aun así, me resulta inevitable desconectar en algunos momentos del metraje en que la marcianada es tal que no puedo evitar sentir que estoy perdiendo el tiempo: ¿es esto lo que busco en el cine?

Mi mes de septiembre empezó con el entusiasmo por Pacifiction y termina con la decepción de Crimes of the future.

 

«La primera obligación de cualquier análisis es evitar la posibilidad de que aparezcan problemas falsos.» (Susan Sontag entrevistada por Arcadi Espada, 2004).

 

Las manías y reparos no tienen cabida en los recuerdos.

 

Un poco antes de las ocho, anochece. Escribo esto desde la terraza de casa, en el portátil. Me rodea la penumbra y la única luz es la de la pantalla del portátil. Suenan las campanas de Santa Maria. Delante de mí, la enredadera de jazmines y el dondiego de noche. Los pájaros –¿gorriones?– entran en los agujeros del bloque de pisos de al lado; allí tienen sus nidos. Los vencejos chillan y se esconden.

 

Mi madre empezó a leer Montevideo ayer. «¡No me dijiste que era una autobiografía!», exclama. Trato de explicarle que no es una autobiografía, pero no atiende a razones: «Pero si dice: “Yo fui a París”, “en París me pasó tal cosa”...» Pienso en la frase que había en la primera página de La alegría de la vida: «Como los personajes de esta novela son reales, cualquier parecido con individuos imaginarios sería fortuito.» Pienso en lo que Vila-Matas decía en su última entrevista para El País: «La autoficción está insertada en la ficción.»

31 de agosto de 2022

El domingo de la vida. Diario 2022: agosto


Hermoso atardecer sobre el lago Léman.

 

Gadamer se refiere a las obras de arte como «un incremento de ser». Dice: «El arte aporta al ser, en general y en un sentido universal, un incremento de imaginabilidad.»

 

Por la noche veo ¡Átame!, de Almodóvar. Quedan pocas pelis suyas que no haya visto. La evolución de esta no acaba de convencerme: un joven perturbado secuestra a una actriz porno de la que está enamorado y a la que quiere enamorar; la actriz reacciona al rapto con agresividad y se resiste, como es natural; cuando el joven sale a la calle y le dan una paliza, sin embargo, la visión que ella tiene de él empieza a cambiar. El problema que veo es que este cambio de visión es filmado con brusquedad, como en un abrir y cerrar de ojos. En un segundo ella desarrolla un síndrome de Estocolmo como una casa. Quizá querían que la peli durase sí o sí menos de dos horas y esta fue la forma.

 

En el sueño de esta noche, me encontraba con alguien y le decía: «Qué pereza me da el cine de Jonás Trueba.» Ese alguien me daba la razón. Ahora quiero ver algo de Jonás Trueba para confrontar mi inconsciente.

 

Godard vive en un pueblecito costero hacia la mitad del Léman, Rolle. Pasamos por la autopista que lo ladea. Son casi las nueve. ¿Godard ya debe estar despierto? ¿Debe haber salido de casa? ¿O quizá está de viaje? Recuerdo la peli de Agnès Varda en que iba a visitarlo y él no le abría la puerta, Visages villages.

 

Carnegie habla de la «futility of criticism»: no sirve de nada criticar a los demás; es más, criticarles abre la puerta al resentimiento. Ya lo cantaba Alaska: «Malgasto mi talento criticando a los demás.»

 

Por la noche, después de cenar, empiezo a ver Twin Peaks: Fire walk with me. Si las dos primeras temporadas de Twin Peaks se emitieron entre 1990 y 1991, Lynch dirigió esta peli el 1992. Luego vendrían The missing pieces el 2014 y la tercera temporada el 2017. Es sorprendente que un mundo con tanto poder y riqueza pueda emerger de la imaginación de un hombre. ¿Cómo llegar ahí? ¿Con la meditación trascendental? ¿Es ese el camino, David?

 

Veremos Vortex, de Gaspar Noé. He comprado entradas para los Renoir Floridablanca, que la ponen a las ocho. Parece que, aquí, Noé se acerca a un tema completamente distinto a los que había tratado en Climax o Enter the void. Siempre he pensado que crear una historia sobre la tercera edad debe ser complicadísimo: ¿cómo generar interés por ese momento de la vida que la sociedad insiste en ignorar?

 

Estilo es distancia.

 

Hannah Arendt escribió sobre este sitio: «El cementerio da a la bahía, directamente sobre el Mediterráneo, está tallado en piedra y se desliza en el acantilado. Es uno de los lugares más fantásticos y más bellos que he visto en mi vida.» El memorial «Pasajes» es obra del escultor Dani Karavan y consiste en algo tan simbólico como una escalera que da al mar; el visitante puede descender por ella; al volver a subir, uno ya no se dirige al mar, sino al cielo; uno se dirige al cielo hasta que, en los últimos peldaños, las copas de los árboles cercanos asoman. Hacia el final de la escalera, hay una frase de Benjamin: «Es una tarea más ardua honrar la memoria de los seres anónimos que la de las personas célebres. La construcción histórica se consagra a la memoria de los que no tienen nombre.»

 

Había venido aquí con la intención de hacer que las cosas fueran sencillas, pero, cuando sube la emocionalidad, quizá es imposible que no se compliquen. Que las cosas se compliquen significa, simplemente, que hace falta ponerles más palabras.

 

Llegamos y nos dirigimos al Museu del Joguet. Hay el osito con el que jugaba Dalí y su hermana Ana Maria, llamado Don Osito Marquina; el osito también gustó a Lorca cuando Dalí se lo mostró; dijo que era «mono y remono».

 

Salimos del bus y nos encontramos con el amanecer sobre el paseo marítimo y el mar de Roses. Todos nos hemos ido quedando sin batería en el móvil a lo largo de la noche. X me dice: «¡Haz una foto, que a ti que queda un 4% de batería!», pero prefiero no sacar el móvil de mi bolsillo. Prefiero que este bello momento permanezca en nuestras memorias el tiempo que sea natural y que, después, desaparezca, si es que tiene que desaparecer.

 

Busco algún directo de Nico y The Velvet Underground en YouTube. Nico canta All tomorrow’s partiescon los ojos muy abiertos, una apariencia lánguida. Nico tuvo un hijo que ahora debe tener la edad de mis padres; googleo el nombre del hijo; de joven, era bellísimo, pero se ha echado a perder de un modo impresionante. ¿Cómo evitar la decadencia? Ayer, leyendo a Esquirol, encontré esto: «S’entén que la majoria no en vulguin ni sentir a parlar, de la decadència (fan com si no passés res), i, també, que alguns que sí que s’hi submergeixen ja no se’n surtin.» La decadencia es la caída: del cabello, de los dientes, de la belleza. Pero también de los valores, de la esperanza.

La fealdad es una premonición de la decadencia. Los guapos no son conscientes de que envejecerán porque no cuentan con esta premonición. Cuando llevas toda la vida siendo feo, te has acostumbrado a esquivar los espejos y a asumir que en las fotos no quedarás bien –si en alguna consigues quedar bien es por casualidad. La única forma de no frustrarse al envejecer es dedicarse a las cuestiones del alma; los feos lo hemos sabido desde un principio y por eso no nos ha hecho falta un cambio de vida.

¿Qué se debe hacer ante la decadencia? ¿Resistir o librarse a ella? Yo tengo una frente muy pronunciada y, además, tengo entradas. Cada vez tengo más entradas. Hace unos años, decidí llevar flequillo. Aunque la intención inicial no era que el flequillo me ocultase las entradas, lo hace. Cuando viene una ráfaga de viento y me levanta el flequillo, mi frente y mis entradas quedan al descubierto; me siento desprotegido. Llegará un día en que me raparé, en que ya no tendré que pensar en ponerme bien el flequillo o peinarme después de un soplo de viento. Podré disfrutar del viento en su plenitud, sin preocupaciones, rapado, horrendo, honesto. Debe ser difícil llegar a viejo no siendo honesto, porque el cuerpo envejecido es la pura honestidad.