30 de abril de 2022

El domingo de la vida. Diario 2022: abril


Llego a casa entusiasmado, sintiendo que el podcast ha salido bien. A medida que se hace de noche, me empiezo a arrepentir de cosas que he dicho y que cuando salga van a ser públicas; no soy más que un payaso.

 

X me pidió que pensase en esta pregunta: «¿Qué rechazas en ti cuando evitas la soledad?» Lo primero que se me ocurre responder es: mi falta de talento. Mi inutilidad. Pero tengo la sensación de que esas respuestas son escapatorias. ¿Cómo cavar más hondo?

 

¿Me estoy empezando a escuchar a mí mismo o solo estoy convirtiéndome en un misántropo? ¿Dónde poner el límite? Escucharse a uno mismo y convivir parecen cosas incompatibles. Llego a casa a medianoche y me acuesto.

 

¿Qué rechazo en mí cuando evito la soledad? ¿Es posible que evite la nada, mi nada? ¿Es posible que cada uno tengamos una nada propia, personal? Un fondo sin fondo íntimo, lo más cercano. Nos lo ocultamos, emprendemos una huida hacia adelante para no verlo. ¿Es mi nada lo que rechazo cuando no me consiento estar solo?

 

¿Qué es lo que rechazo de mí cuando evito estar solo? X insistió en que, cuando respondiese a la pregunta, me fijase en que fuese algo referido a mí, y no externo. Mi falta de talento, mi inutilidad, mi vacío… ¿O puede que no sea nada de eso? ¿O puede que esté lejos de tener la respuesta? ¿Puede que este proceso que he creído iniciar en cuatro sesiones de terapia verdaderamente no sea nada? ¿Puede que este proceso falso solo me haya servido para dejar de reprimir mi propio egoísmo, para perder una amistad, para dejar de esconder a los demás mi cara más hostil?

¿Qué es lo que rechazo de mí cuando evito estar solo? Me dirijo a los demás buscando una escapatoria. No quiero hacer frente a mi propia hostilidad, a mi ira. A lo que realmente siento. Ira, rabia, tristeza; lo que reprimo cuando estoy con los demás es lo que rechazo cuando evito la soledad. No obstante, ¿y si lo que rechazase de mí cuando evito la soledad fuese la consciencia de que un día moriré? Es más: la consciencia de que, si mañana muriese, no habría hecho lo que deseo hacer en la vida. Demasiadas posibles respuestas. Ninguna intuición de cuál puede estar mejor orientada.

 

Tengo una pesadilla: X y yo comprábamos un conejito recién nacido y se me caía de las manos varias veces; aunque intentábamos cuidarle, estaba muy enfermo; de un momento a otro desaparecía y asumíamos que había ido a esconderse para morir. Angustia. Me despierto con malestar. ¿Ese conejito debe ser nuestra amistad? ¿Cuidarla será inútil? A veces las cosas no pueden ser.

 

La abuela nació en Villagonzalo; al lado pasaba el río Guadiana; allí iban a lavar la ropa, con cestos de madera; también tenían que ir a buscar el agua a un grifo, con botijos. Iba a muchos sitios descalza y a veces se hacía heridas en los pies. Recuerda que, cuando tenía unos seis años, un cura, don Ángel, le hizo una caridad regalándole unos zapatos de goma: «Esas cosas no se olvidan», dice. Y añade: «Era una buena persona. Las buenas personas no duran en los pueblos.»

 

Leí En busca del tiempo perdido de Proust y Mi lucha de Knausgård más o menos al mismo tiempo: entre 2016 y 2020. Con la distancia del tiempo, uno de ellos ha ganado un puesto de honor en mi memoria y el otro no. Sigo fascinado por la Rechèrche y estoy deseando releerla. Knausgård, en cambio, ha pasado a parecerme un farsante; al haber hablado hasta del último detalle de su vida carece de interés y, además, su técnica literaria es muy pobre; hice bien al abandonar el último tomo de Mi lucha cuando iba por la mitad.

 

Duermo sin despertador, hasta las nueve y media. He tenido una pesadilla, distinta a todas las anteriores: en ella mataba a alguien. Un vagabundo estaba apoyado en mi ventana, en el extremo del hierro, a punto de precipitarse al vacío, y yo le cogía de las manos para que no lo hiciera; a los pocos segundos, sentía repulsión hacia él y dejaba de sujetarle; caía. Su cuerpo inerte en medio de la calle. La gente empezando a acercarse. «¿Qué ha sucedido?» Un hombre que se le aproximaba para comprobar si estaba vivo o no. Mi angustia crecía a cada segundo. Cuando me he despertado y me he dado cuenta de que había sido un sueño he sentido un gran alivio.

 

Miro un documental sobre la vida de Umbral: Anatomía de un dandy. Así como el documental sobre Martin Margiela es un documental convencional sobre una persona poco convencional, el de Umbral es un documental convencional sobre una persona más convencional de lo que habría querido ser y mostrar –su egocentrismo es vacuo y vulgar, aunque entiendo que, en un momento en que los medios de comunicación eran otra cosa y la vanidad aún no se había democratizado a través de las redes sociales, se viera como algo chic.

 

Escribe Heidegger en Los conceptos fundamentales de la metafísica: «La originalidad no consiste en otra cosa que en volver a ver y volver a pensar de modo decisivo y en el momento correcto lo esencial que siempre se había ya visto y pensado. Pero la historia del hombre se caracteriza porque ella siempre se preocupa de que lo que se ha vuelto a ver así en su momento vuelva a ser soterrado.» Originalidad, pues, sería ir al origen, y no crear algo desde su origen. ¿O son ambas cosas? ¿Es posible ir al origen, a la esencia, sin crear tal origen, tal esencia? Al pretender dar forma a algo eterno ya lo convertimos en algo temporal.

 

Si cada vez me decanto más por escribir a mano y no a ordenador es también por una cuestión de publicación, del hecho de hacer público un texto. El camino para llegar a la publicación desde la escritura a mano es más largo: el texto se debe pasar a ordenador antes, lo que exige una relectura atenta que se abra a correcciones. Cuando escribimos a ordenador, en cambio, estamos acostumbrados a que el botón publicar esté al lado mismo de donde tecleamos el texto; no hay –o no necesariamente hay– un volver sobre el texto, el texto es vomitado y publicado. Puesto que el camino entre la escritura a mano y la publicación es más largo, más fácilmente se va a interrumpir; hay textos escritos a mano que nunca verán la luz, que nunca serán transcritos a ordenador ni publicados; he ahí la riqueza del escribir a mano, su secreto, solo interrumpido por breves destellos que avanzan hacia el público –no necesariamente los mejores, sino los más aptos para acceder al mundo común.