Pienso en la definición de filología que Heidegger da en Los conceptos fundamentales de la metafísica: «la pasión por el λóγος, en el que el hombre se pronuncia en lo que tiene de más esencial, para exponerse al mismo tiempo con tal expresión a la claridad y la profundidad y la necesidad de las posibilidades esenciales de su actuar, de su existir. Solo desde aquí, aquello que en apariencia la filología tiene de solo artesanal obtiene su legitimación interna y su auténtica, aunque relativa, necesidad.»
El diario del año pasado lo titulé Mirar por primera vez; lo titulé así no cuando acabé de escribirlo, sino mientras lo escribía; era un título programático, casi un imperativo: mira las cosas como si fuese la primera vez que las mirases. ¿Qué imperativo me lanzaría a mí mismo este año? De hecho, estoy harto de imperativos, de obligaciones autoimpuestas, de deber ser en lugar de ser. El título de este año lo podría tomar de una novela de Raymond Queneau que todavía no he leído: La alegría de la vida. De hecho, su título original en francés es más revelador: Le dimanche de la vie, ‘El domingo de la vida’. Oí hablar de ella en una clase de Josep Maria Esquirol a la que fui como oyente; para explicar el final de la Historia (Hegel, Kojève, Fukushima), Esquirol acudía a ese título de Queneau. ¿Qué es mi vida en este momento sino un domingo? ¿Estaré desaprovechando el tiempo? O más exactamente: ¿estaré desaprovechando la juventud? Desaprovechar la juventud es peor que desaprovechar el tiempo: lo que viene después del tiempo es la muerte, que es la no-consciencia, y si no hay consciencia no puedes arrepentirte de nada; en cambio, lo que viene después de la juventud es la vejez, que también es tiempo, es decir, consciencia, y cabe la posibilidad de arrepentirse de lo hecho –o no hecho– en la juventud. Debo ponerme a leer La alegría de la vida.
Si antes de decir cualquier cosa nos preguntáramos: «¿esto que voy a decir es constructivo o destructivo?», permaneceríamos casi siempre en silencio.
X es un poeta antisistema hasta que los de Loewe llaman a su puerta. ¿Pero qué siento? ¿Decepción por la hipocresía de este individuo? ¿O envidia? A Y le digo que me cuesta bajar de lo cerebral a lo emocional, pero hay muchísimas ocasiones a lo largo de la semana en que siento envidia. Seguida de desprecio. La envidia y el desprecio se dirigen a alguien, ¿pero qué dicen de mí? ¿Infravaloro a alguien que está teniendo éxito porque no me veo capaz de alcanzar el mismo éxito, porque no creo que tenga un talento igual? En el fondo, hay inseguridad: ¿tengo ningún valor? El valor no viene dado.
Cuando terminamos, vamos a la Fundació Tàpies a ver las dos exposiciones que hay; hoy es la Nit dels Museus. En la exposición sobre Tàpies, Melanconia, se examina una serie de obras que hizo la primera mitad de los noventa, cuando ya había alcanzado el reconocimiento internacional, que transmiten tristeza; la guerra de los Balcanes, la de Bosnia o el genocidio de Ruanda son algunos de los conflictos sobre los que leía en el periódico o que veía en la tele que marcan su producción de entonces. En la otra exposición, de una tal Goshka Macuga –una artista polaca–, también hay algunas obras de Tàpies, puesto que Macuga juega a exponer obras de otros artistas; es tarde y su obra no acaba de suscitarme interés.
Me pongo el primer capítulo de una serie documental que han hecho en Netflix, Los diarios de Andy Warhol; se pone mucho énfasis en sus relaciones amorosas; Warhol se sabía feo, pero, gracias al éxito, consiguió atraer a chicos que creo que no le habrían hecho ningún caso si hubiese sido un don nadie. Ser famoso debe ser horrible; ser consciente de que todo el mundo te trata distinto por tu nombre.
Pienso en esa entrevista en que Aphex Twin hablaba sobre los sigilos: «You think of something that you want to happen, then you turn it into something that looks like a magic symbol, and then you put that out in the world, and it works. It does. You should try it.» Bueno. Si fuera capaz de creerle, no tardaría en hacer sigilos y ver su magia reflejada en mi vida. A veces las creencias son un sentido más fuerte que los cinco restantes.
En «Contra la interpretación» (1964), Susan Sontag escribió: «El cine es en la actualidad, de todas las formas de arte, la más vívida, la más emocionante, la más importante.» Una afirmación que sigue siendo válida. Hoy se presenta la última peli de Albert Serra en Cannes. En Twitter han hecho un hilo recogiendo sus declaraciones más polémicas; la ratonera se enciende, pero Serra sigue como si nada, haciendo lo que quiere. La actitud de Serra pone la moral de esclavos de nuestra sociedad contra las cuerdas.
Josep Maria Esquirol quizá es el filósofo que más me ha cambiado. Sin embargo, sus ideas de familia, de casa o de que el yo es constituido a través del otro creo que, a veces, me han jugado más a la contra que a favor. Las acepté ciegamente, sin tener en cuenta que la familia y la casa pueden ser ámbitos hostiles –y no solo de amparo– o que el otro que constituye al yo puede ser dañino para el yo, puede ser egoísta y no quererle ningún bien. El problema es que, en cierto modo, no hay un Otro sino muchos otros.
Vemos Memoria, de Apichatpong Weerasethakul. En la peli, una mujer inglesa que vive en Colombia (Tilda Swinton) empieza a oír un ruido oscuro y contundente en su cabeza. Visita a un ingeniero de sonido, que espera que consiga captar el sonido con su ordenador. Luego visita a una médico. Alarmas de coches encendiéndose solas. Unas luces que se apagan mientras Tilda visita una exposición. Un perro que le sigue por la calle. Rastros, señales de algo, ¿pero de qué? La peli termina con el encuentro de Tilda y un hombre que vive en un pueblecito aislado, al lado de un río; el hombre es capaz de captar la memoria que guardan los objetos de su alrededor. ¿Una película sobre superpoderes o, simplemente, sobre la sensibilidad? ¿No es la sensibilidad un superpoder, si bien un superpoder denostado? Tilda y el hombre del río se abren a la vida del espíritu; eso les permite tener una experiencia diferente a la del resto de la humanidad; cuando se encuentran, acceden a la muerte y al pasado, pero ni la muerte ni el pasado son instancias indeseables para quien venera el secreto.