31 de diciembre de 2023

El buen y el mal camino. Diario 2023: diciembre


Fuimos a Valladolid, a visitar el Patio Herreriano y el Museo Nacional de Escultura. Desayunamos en una cafetería de la Plaza Mayor que era elegante y, al mismo tiempo, no tenía pretensiones; su atmósfera parecía decir: «Aquí estoy, solo por si te interesa»; se llamaba Lion d’Or. Pedí un pack de desayuno que era un escándalo: un café con leche, un zumo de naranja y un cruasán a la plancha con mermelada y mantequilla. A riesgo de que se me notase la gula, el pecado capital con el que estoy más familiarizado, también pedí unas tostadas con jamón. «¿Te has quedado satisfecho?», me preguntó el camarero, al acabar; dirigí la mirada al suelo, como el niño que ha hecho algo malo, y dije: «Sí, ahora sí».

En el Patio Herreriano encontré diferentes visiones de lo que es el arte contemporáneo. No podría subsumir todo lo que vi bajo un mismo concepto. Con los Pajarazos de David Bestué, dejé que este enigmático y alquímico escultor me siguiera llevando de la mano por un camino de pétalos, hormigón y otras materias orgánicas o inorgánicas; es el mismo camino que había empezado a recorrer al visitar su Ciutat de sorra en la Fabra i Coats.

Después descubrí la obra de Cabello/Carceller a través de una propuesta que tanto hacía retrospectiva de sus obras propias como mostraba lo que habían hecho artistas afines: la emotiva performance sobre el SIDA de Pepe Espaliú con la que su cuerpo enfermo recorrió el centro de Madrid, los sonidos y dibujos de Perla Zúñiga, Esther Ferrer, Fina Miralles… De lo más reciente de Cabello/Carceller, me quedo con Una película sin ninguna intención, que me hizo pensar en el poder que puede tener una buena cortina, de las largas, de las que llegan hasta el suelo, tanto si está echada como si una mano la descorre lentamente.

De vuelta a Madrid, a través de la ventana del tren se dibujaba una ciudad espectral.

 

En una carta, Stan Brakhage le decía a Nathaniel Dorsky: «Me siento mucho más “en casa” en el mundo desde que vi tus películas». El mejor arte nos acerca a la definición que Novalis daba de la filosofía: la nostalgia de estar en casa en todas partes.

 

De día, apagadas, las luces de Navidad que hay por la calle parecen de escarcha. Lo observo bajando por Roger de Flor. Como cada mañana, cojo el metro en Arc de Triomf. Subo al vagón y, antes de que se cierren las puertas, una mujer exclama: «¡Ese chico te ha cogido el móvil!» Me giro y encuentro a un hombre con mi móvil en las manos. Le reconozco de haberle visto en el andén dos minutos antes; he notado cómo me clavaba la mirada. Me acerco y le agarro la mano: «Devuélvemelo.» Lo hace. Se diría que, con ese conformismo resignado, incluso él ha colaborado en que el hurto no tuviera éxito. Sale escopeteado del vagón, entre los comentarios de indignación de otros pasajeros.

Un motivo más para odiar ir en metro. Qué manera de empezar el día. Le doy las gracias a la mujer que me ha alertado y le deseo un buen día. De haber estado en su lugar, seguramente no habría reaccionado a tiempo; soy lento de reflejos. Fantaseo con la idea de que ese hombre, como el protagonista de Pickpocket(1959), en realidad no robase por necesidad, sino para darle un sentido a su vida. En cualquier caso, ponerse a robar a las ocho y pico de la mañana revela, cuanto menos, pasión por lo suyo.

 

Puesto que no subía al Tibidabo desde que era un niño, recordaba todo distinto. Imaginaba que el interior del avión sería más grande –en realidad solo cabe una decena de personas– o que la sala de los espejos deformantes era enorme. En realidad soy yo quien físicamente ha crecido, claro está. ¿Qué más se habrá perdido o se habrá ganado por el camino?

El nombre del Tibidabo proviene de la Biblia. Concretamente, de unos versículos que dicen ‘te daré’ (en latín, tibi dabo).

El espectáculo de marionetas, la noria, la Talaia, el museo de autómatas… Aquí todo parece detenido en el tiempo. Cuando en alguna atracción se intuye algún añadido innovador, huyo despavorido. Y, como si fuese una atracción más, al lado del parque se levanta el templo expiatorio, en el que entramos cuando ya atardece. A mi parecer, el Tibidabo es el segundo parque de atracciones más importante de Cataluña; el primero es Montserrat. PortAventura está sobrevalorado.

 

Me había puesto a ver Introduction, una de las pelis de una hora de Hong Sang-soo, con el portátil. Recuerdo que fui a verla al cine y no me dijo nada. Creo que he estado más atento a este segundo visionado y que podría aventurar cuál es su tema: la dependencia en las relaciones de pareja. Una chica joven se muda a Berlín para estudiar moda y su novio, a escondidas, le sigue. Este es, asimismo, el pretexto que da sentido a todo el filme, aunque en él se mezclen muchos más personajes y conversaciones que, como de costumbre en el cine de Hong, no tengan demasiado que ver con el núcleo argumental. Los personajes divagan, sea existencialmente o en la pura nada de la verborrea. Puedo imaginarme al director Hong, a las cinco o seis de la mañana, escribiendo los guiones de sus pelis. En ocasiones, su método de creación le funcionará. En otras, lo que resulte será poco inspirado y gris.

Introduction no es la peor peli de Hong, pero, indudablemente, es menos significativa que En la playa sola de noche o La novelista y su película. Hong presta atención a su propia cámara cuando Kim Min-hee se pone delante de ella como protagonista.

 

Esa parece ser la única perspectiva certera para el futuro: quedarse solo.

 

«Quan somriu, fa pensar en una mossegada» (Miquel Llor, Laura a la ciutat dels sants).

 

No sé comprometerme conmigo mismo ni –a la vista está– con los demás. Si no soy capaz de hacerme promesas, tampoco lo soy de mantener la esperanza. Sin esperanza, no queda futuro a la vista.

En estas vacaciones, me está minando anímicamente la incomodidad que supone hacer las cosas a mi manera, independientemente. ¿El camino a seguir no era este? ¿Pero cuál es el buen camino? Lo que es el buen y el mal camino lo dictan los ojos ajenos. Lo único que debería interesarme es labrar un camino propio.

 

Después de un 2023 en que me he vuelto ducho en el arte de decir no, tal vez debería prepararme para un 2024 en que me abriera a las experiencias nuevas. Como Isabelle Huppert en En otro país, que manda un mensaje a su amiga y desaparece: «Espero que te llegue este mensaje. Me dirijo al camino desconocido. Gracias por tu ayuda.»

30 de noviembre de 2023

El buen y el mal camino. Diario 2023: noviembre


Nos echamos a caminar hasta los Girona. Me cuenta que ha venido andando y que, al ver tanta gente en las calles, haciendo compras sabatinas, ha tenido la sensación de ver la realidad desde fuera, de verla como algo absolutamente extraño. Hablamos de si es posible mantener esa distancia nihilista respecto de las cosas por mucho tiempo. ¿Será la inmanencia deleuziana el antídoto para la disociación nihilista? Pero Deleuze se mató. Y Nietzsche también.

La proyección de la peli es a las 20:10 y empieza puntualmente. El filme de Hamaguchi se titula Evil Does Not Exist y retrata la vida de un padre y su hija, tan solo una niña, en el Japón rural; una empresa llega al lugar y quiere montar un negocio de camping para urbanitas que los fines de semana sueñen con descansar en la montaña; los lugareños se oponen, pero los empresarios empiezan a hablar con el padre de la niña, para convencerle de que no son tan despiadados como parecen.

La peli avanza y te das cuenta de que el argumento es lo de menos. Lo que queda en primer plano es lo puramente sensorial: el sonido de un tronco siendo cortado, la luz del sol filtrándose entre los árboles, un fuego encendido y alguien calentándose cerca de este…

 

Quiero apostarlo todo a un caballo, aunque finalmente no sea el ganador. No quiero protegerme del daño que me pueda hacer alguien buscando más vínculos simultáneos con otras personas. Ese juego ya no me convence. Ni era sano.

 

El padre de mi peluquero, que también es peluquero, me lavó el cabello y me dijo: «Si aguantas hasta los treinta con cabello, ya no te tendrás que preocupar por quedarte calvo.» No sé si esas palabras tenían valor de mito, hecho empírico o maldición. Lo cierto es que nunca había oído una teoría capilar tan divertida; me convenció.

 

Entro en una fase de no encontrarle sentido a la escritura de este diario, monótona y sin un objetivo concreto. No es la primera vez que me ocurre. Se siente como un cansancio de las ideas.

 

Me pregunto si dejar de escribir en este diario me cambiaría en absoluto. ¿Y si me beneficiase? Puede que dejara de sobrepensar, de sentirme ansioso.

 

«Un sol que comprengui val la incomprensió de tots els altres.» (Eugeni d’Ors, Glosari 1906-1907, p. 440).

 

Tomo conciencia de que podría ser un don nadie toda mi vida y no pasaría nada.

 

En algunos momentos los diccionarios afinan especialmente. Me gusta cómo el DIEC define el verde: «Del color de l’herba tendra». O cómo el DRAE define lo que es una mercería: «Comercio de cosas menudas y de poco valor o entidad», que me recuerda a la humildad con que Petrarca tituló la recopilación de sus poemas: Fragmentos de cosas en vulgar.

 

Se habla mucho del narcisismo de los adolescentes pero no lo suficiente del peligro de volverse condescendiente con los jóvenes a medida que uno se hace mayor.

 

En la última temporada de The Crown, en el París más hostil que nunca he visto, Dodi le pide matrimonio a Diana. Ella le rechaza y responde: «Lo nuestro trata de felicidad. Y curación. Y ligereza.» Se non è vero… Algunos vínculos –incluso de amistad– son tan exigentes como peticiones de matrimonio, pero uno debe encontrar la forma de decir: «No, no, no. Sentémonos y hablemos», como esta Diana de la ficción. Para que dos personas puedan conectar debe existir una distancia entre ellas. «Y ligereza.»

 

Por la tarde me acerco a la exposición que hoy mismo termina en la Fundació Tàpies: Maderas, papeles, cartones y collages. Una de mis obras favoritas es un antifaz monstruoso hecho con papel de seda rosa. O unos pedazos de tierra pegados en un lienzo (la tierra pide ser tocada). Hay un nudo atado en la parte superior de otro lienzo. O una T agujereada en un cartón. Los temas en los que Tàpies ahondaba siempre eran los mismos: la sencillez, la humildad, la pobreza, la espiritualidad, la cotidianidad. Está bien que exista un lugar como la Fundació Tàpies, que exponga y defienda su legado, pero también haría falta una apuesta más atrevida a la hora de reinterpretar su obra a la luz del presente.

 

Vemos La matanza de Texas, la original, de los años setenta. Es demasiado torpe como para dar miedo, aunque a ratos sí que consigue resultar asquerosa.

 

Me gusta la modestia de los días de otoño. El sol tarda en salir, perezoso. Cumple diligentemente con sus horas frías y, luego, a las cinco, se acuesta, deseando que nada interrumpa su descanso y que tenga muchos sueños de los que el día siguiente se acordará. La vida de los sueños es apasionante, tanto si posteriormente pretendes interpretarlos como si no; es la potencia de la imaginación, que se desborda incluso en la cabeza de las personas más aburridas.

31 de octubre de 2023

El buen y el mal camino. Diario 2023: octubre


Me dirijo al centro caminando. Escucho música con auriculares, eufórico. Cuando llego a la altura de Carrer Mallorca, la euforia se me pasa. Me acerco a la Laie de Pau Claris, con la intención de comprar Canto jo i la muntanya balla y Mentirosa, la novela de John Waters; al fondo de la librería están haciendo una presentación; puesto que no encuentro el libro de Irene Solà, se lo acabo pidiendo a un librero (lo tenían dentro de un cajón, debajo de un estante); después me pongo a buscar el de John Waters, con la mala suerte de que justo entonces termina la presentación y muchos asistentes se dirigen en estampida a hacer cola ante la caja para comprar el libro; «mierda», me digo, y doy la novela de John Waters por perdida; agarro Canto jo i la muntanya balla y me dirijo rápidamente a la cola, que crece por segundos.

 

Voy a los Renoir a ver Golpe de suerte, la nueva peli de Woody Allen. Thriller dramático bien atado con una banda sonora jazzística que lo vuelve más ligero de lo que el tema indicaría. Iluminación artificial en la línea de Día de lluvia en Nueva York. Todo en general sigue la tónica del último Woody Allen. El tema, como en Match Point, es la suerte y el azar, pero la enjundia filosófica del filme es más aparente que real; eso no impide que se disfrute de principio a fin, vale la pena. No sabía que esta semana era la Fiesta del Cine (por eso la entrada, que compré por la web, me costó solo 3,50€), la sala estaba llena de ancianos y el salto generacional me incomodó un poco.

 

Cuando salimos de la sala, X comenta que Monstruo le ha gustado: «Me interesa cómo Koreeda trata el miedo infantil, ese conflicto entre el mundo de los adultos y el de los niños». Creatura, que es la última peli que fuimos a ver juntos, le entusiasmó. A mí, en cambio, me dejó un poco igual –aunque he ido volviendo sobre ella y hoy incluso se la he recomendado a mi peluquero–, y Monstruo también.

 

No hago nada en toda la mañana, salvo leer un capítulo de Canto jo: «I a mi m’agradava la vergonya, calenta i entortolligada dintre, que feia tant de temps que no em punxava, com feia tant de temps que no em punxava res.»

 

¿Cómo desconectar de todos estos asuntos del trabajo al llegar a casa? ¿Cómo siquiera encontrar una hora diaria para dedicar a la escritura?

 

«En algun moment t’adones que la por de la mediocritat no és cap distinció sinó un virus que afligeix tothom per igual, al marge del talent, l’enginy o la vocació, i que rarament és motor de l’èxit o la pau d’esperit.» (Anna Pazos, Matar el nervi).

 

Suelo sentirme dividido entre el discurso psicoterapéutico sobre la autonomía del individuo y el discurso filosófico de la interdependencia, cuando lo cierto es que no es necesario escoger entre uno u otro; se trata de ver qué experiencia humana fundamental se esconde detrás de cada. Ni la vulnerabilidad es lo mismo que la sumisión ni poner límites o ser autoconsciente significa atomizarse.

 

«La condició de possibilitat de la relació és la separació. Perquè hi pugui haver autèntica relació interpersonal, cal que estiguem separats. La separació és un regal.» (Josep Maria Esquirol, en el ciclo de 2015 La filosofia com a cura de l’ànima, recuperable en el archivo sonoro del CCCB).

 

Hay días en que noto el mundo entero en mi contra. Hoy es uno de esos días. Ser introvertido no facilita las cosas. Ayer escuchaba un podcast en el que se decía que «las sociedades occidentales tienen una tendencia hacia fuera, queremos que las personas tengan esa tendencia. En cambio, si miramos en sociedades orientales, la conquista es hacia dentro; poder conectar con uno mismo, la meditación, la iluminación… Esto ya te marca: es más difícil ser una persona introvertida en una sociedad occidental y es más complicado ser una persona extrovertida en una sociedad oriental; socialmente se penaliza.»

 

Ser joven hoy es igual a tener mil frentes abiertos y que todos se caractericen por ser precarios.

 

Piero della Francesca. Me impresionó cuando lo descubrí en bachillerato; me sigue impresionando ahora. Hay algo absolutamente moderno en la elegancia de sus personajes. Nadie vio los temas bíblicos con más glamour. Por no hablar del misterio.

 

Escucho con auriculares la sección que Marina Garcés tenía en verano en Catalunya Ràdio; habló del tema de la promesa, que es el que ha estado investigando últimamente. Aunque lo menciona solo de paso, me interesa que reflexione sobre el transporte público: «El metro és un lloc on t’has de crear un ambient: de vegades amb música, de vegades sense… És un laboratori social; hi veus aquestes cares que no es miren, aquest estar junts sense estar junts, els turistes, els no-turistes, la gent gran, els nens que viatgen junts en ramats… i és un lloc on et pots preguntar què ens vincula en realitat. A mi m’agraden molt els no-llocs, aquests llocs on no estàs només amb aquells que ja coneixes, que ja domines, amb qui ja saps què passarà. Aquest anonimat, urbà i no urbà (hi ha moltes formes d’anonimat), m’atrau.» Richard Sennett, que tanto ha hablado del declive del hombre público (vivimos una tiranía de la intimidad y un desafecto total de la vida política), también hace un elogio del trato entre desconocidos.

 

Cuando hacía tercero de secundaria, ya me había interesado por la literatura. Recuerdo que pasaba las clases sobre gramática impacientemente; quería que llegáramos a la parte del libro de texto en que se hablaba sobre trovadores. Al final llegó el día de hablar de poesía medieval y el profesor explicó dos tontadas sin ponerle nada de ganas y nos mandó deberes.

Me quedé pensando: «Entonces, ¿la literatura es esto? Qué decepción». Un profesor que explique su materia sin pizca de pasión es un peligro. Puede condenar a un potencial amante de la literatura, la historia o la biología a ignorar la verdadera cara del conocimiento, la que le puede decir algo significativo.

 

A veces tengo la sensación de que lo único que hago es aguantar. Aguantar contra X, aguantar contra cada persona que se me opone. ¿Qué pasaría si dejase ir las riendas? ¿Cuán bajo o cuán alto caería?

30 de septiembre de 2023

El buen y el mal camino. Diario 2023: septiembre


«El ser que no visite con frecuencia París jamás será elegante por completo.» (Balzac, Tratado de la vida elegante).

 

Estas palabras de Miró se me quedaron grabadas la primera vez que las leí: «No és una obra el que compta, sinó la trajectòria de l’esperit durant la totalitat de la vida.»

 

Me despierto con la noticia de que la profesora de lingüística Carme Junyent ha muerto. Sufría un cáncer. Recuerdo sus clases, en primero de carrera. Se acercaba a la lingüística del único modo en que se puede estudiar algo: encarnadamente, situadamente. Era una profesora diferente, una maestra de vida en sus acciones y palabras. Se va una voz crítica, asertiva, honesta, como pocas hay. Fue de las primeras en señalar que el catalán estaba en vías de desaparición, en medio de un contexto de políticos optimistas que necesitaban decir que el catalán se encontraba en perfecto estado de salud para que no se descubriera que su «inmersión» no había servido de nada. Vio lo que ocurría con el llamado lenguaje no sexista y dijo que el emperador iba desnudo. Mostró que, bajo la hipótesis Sapir-Whorf y la idea posmoderna de que cada lengua determina una visión del mundo excluyente de las demás, yacía un peligro supremacista.

Junyent nos deja desamparados a quienes no comulgamos con fundamentalismos tribales, nos deja sin un modelo a seguir. Después de asistir a sus clases, confié en que algún día me toparía con ella de nuevo. No se dio el caso. Fui con Abril a la presentación de uno de sus libros pero no me atreví a acercarme, por miedo a molestar. Quizá, a los veinticinco años, he llegado a ese momento en que ya no todo es posible y el cuervo, a ratos, exclama: «¡Nunca más!» Ya no puedo jugar a ser el estudiante tímido de la última fila porque toda ocasión puede convertirse en la última.

 

«Es bien sabido que Brummell prefería los trajes con apariencia algo usada. “Lo nuevo”, decía, “no es personal. Lo nuevo endominga.”» (Luis Antonio de Villena, Corsarios de guante amarillo).

 

La gente que cree que no tiene prejuicios es peligrosísima.

 

Algo que me guste: el silbido del viento cuando pasa a través del hueco de la ventana.

 

Por la noche, acabo de ver Las amargas lágrimas de Petra von Kant (1972), que empecé ayer. Una idea inmadura del amor: te interesa la persona a quien no le interesas. A Petra le interesa Karin hasta que esta se muestra predispuesta a visitarla el día de su cumpleaños. A Marlene, la ayudante, le fascina Petra hasta que esta decide tratarla como un igual. El filme termina con la enigmática y muda Marlene haciendo las maletas y yéndose. Se lleva consigo la muñeca que habían regalado a Petra, un sucedáneo de Karin, lo que hace que se quede más sola aún.

Hacia el final de la peli también aparecen los familiares de Petra: su prima, su madre, su hija… Les trata desconsideradamente, puesto que solo tiene ojos para Karin. El amor y la familia parecen regiones alejadas, pero en verdad son la misma, con un mismo nombre: afecto. En las relaciones de pareja buscamos con urgencia lo que nos faltó en el seno de la familia.

 

«Nuestra habilidad para contar nuestras propias historias sobre nosotros mismos, y para convencer a los demás de que esas historias son ciertas, nos sostiene no solo culturalmente sino también económicamente», escribe Tara Isabella Burton en su ensayo revelador, Self-Made. En el discurso que mantenemos en las redes, la coherencia se traduce en likes, atención, –finalmente– dinero. La duda, la más mínima contradicción, nos juega a la contra.

¿En qué momento decidimos que debíamos estar constantemente vendiéndonos a nosotros mismos? Lo más terrible es que, de hecho, no lo decidimos. Solo una radical toma de consciencia nos salvaría. Y la puesta en común de esa consciencia, sobre todo.

 

En el sueño de esta noche, adopto un gato. Es siamés, como el que tenía de pequeño. Es cariñoso. Un día, al volver a casa, descubro que no solo hay el gato que he adoptado sino que ha aparecido otro, de la misma raza. Este no es cariñoso, me muerde constantemente. Intento echarlo pero no hay manera. Siempre vuelve. Está enamorado del gato que adopté en un primer momento y a mí me hace la vida imposible. (¿Estaré reproduciendo el esquema de Marlene, Petra von Kant y Karin?)

 

No tener miedo a ser diferente a uno mismo.

 

Acabo de ver Xanadu (1980), que ya empecé anoche. Sí, es malísima e, incluso si se la justifica por su estética kitsch, cuesta encontrar razones para seguir viéndola. No paro de encontrarme con Gene Kelly en pelis (Las señoritas de Rochefort, Siempre hace buen tiempo); inconscientemente le busco. Nunca había dado importancia a Olivia Newton-John porque aborrezco Grease, pero aquí solo puedo quedarme extasiado por su brillante sonrisa. Dice el personaje de Gene Kelly: «Mañana es la inauguración de Xanadu. Puedes traer a las cámaras de televisión, pero no habrá famosos. No, solo gente normal, cualquiera que venga.»

 

Me he puesto la camiseta negra de Aphex Twin. En un primer momento me ha apetecido llevarla; luego me he inhibido, pensando que era pretencioso llevar una camiseta de Aphex a una performance en el Liceu; luego me he dicho que qué más da y me la he puesto. Los demás no piensan en nosotros tanto como creemos.

 

Pido una copa de vino blanco en El Cafè de l’Òpera mientras espero a X. La decoración es espléndida, pero, sobre las mesas, unas cartas plastificadas y con espiral desentonan completamente con el resto (¿qué habría costado encargar unas cubiertas mate que imitaran la piel?); un solo detalle cutre es suficiente para romper la armonía del conjunto.

 

Once de la noche. Bajo mi ventana, por la calle, oigo que pasa un grupo de señoras. Por su voz deduzco que deben ser bastante mayores. Se les nota animadas. «Mientras podamos, lo seguiremos haciendo, ¿eh?», dice una, como empezándose a despedir. «Nena, ¿pero dónde te has ido a aparcar el coche?», se ríe otra. El entusiasmo que muestran pese a la hora que es –han olvidado el cansancio del cuerpo–, el llamar nena a tu amiga aunque ambas ya tengáis setenta años… Una lección. En pocos segundos han llenado mi noche de viernes.

31 de agosto de 2023

El buen y el mal camino. Diario 2023: agosto


Decidí visitar la exposición Digital Impact porque Marta D. Riezu la recomendaba en una de sus columnas y lo que dice casi siempre va a misa. No contaba con ninguna referencia previa de arte digital.

Algunas piezas me gustaron mucho: Tormentas, del artista londinense Quayola, en que vemos y oímos las olas del mar en una tormentosa Cornualles que deriva en pinturas turnerianas; Una cartografía de la conexión humana, de Domestic Data Streamers, en que varios robots realizan trazos a partir de datos determinados (por ejemplo, hay uno que dibuja un círculo cada vez que dos mil personas hacen match en Tinder); Oasis (Archivo de los cielos), de Antoni Arola: te metes dentro de una esfera y en su interior descubres luces que imitan lo que ocurre en el cielo –el amanecer, el atardecer, una aurora boreal… Sobre todo la primera y la tercera, son obras en las que me quedaría a vivir.

Visité la exposición con X. Cuando estábamos dentro de la esfera de Antoni Arola junto a otros visitantes, un tío empezó a dar palmadas. Y siguió. Y siguió. Había quien le miraba de reojo, con enfado, y quien –como yo– trataba de ignorarlo como buenamente podía. Me gusta pensar, como los filósofos clásicos, que la gente no hace las cosas mal por mala fe sino por estupidez. X me dijo: «No puedo más». Se levantó y fue a regañarle: «Oye, hace un rato ya he tenido que salir de esta instalación porque una niña de seis años no paraba de corretear y me estaba jodiendo la experiencia, pero tú no tienes seis años». «Bueno, puedo hacer lo que quiera, ¿no?», se ve que le respondió. «Primero lee en el programa de mano de qué va la pieza, pesado». El hombre, obediente, cogió el programa y leyó. Seguidamente se sentó y no volvió a montar el numerito.

Me fascina que X tenga las agallas de hacer algo así. Cuando alguien a mi alrededor hace algo que me parece mal, no concibo la posibilidad de decírselo. ¿Por qué? Como dice la psicóloga Nicole LePera en Twitter, «es sano expresar rabia o molestia. Es sano decir: basta, no, no hagas eso. Rompamos el círculo del silencio». ¿Hay una contradicción entre esta actitud, este arrojo, y lo que se espera de nosotros al entrar en sociedad?

 

«Nada iba a pasar esa noche, ni nunca.» (Tao Lin, «Insomnio por un mañana mejor»).

 

Vamos al cine a ver Barbie, película de Greta Gerwig que en las últimas semanas se ha convertido en un taquillazo. Barbie no es nada del otro mundo, pero tampoco es una mala película. Han escrito el guion la cineasta y su marido, Noah Baumbach, lo que ya nos debería hacer sospechar que no nos encontramos ante una comedia al uso.

El argumento es ingenioso: la Barbie protagonista vive con las demás barbies en Barbie Land e imagina que su propia existencia ha ayudado al feminismo; cuando tenga la oportunidad de viajar al mundo real verá que no es así, y que se ha malinterpretado su sentido. Los diálogos están bien. En algún momento, Barbie dice: «No quiero ser una cosa creada, quiero ser creadora». Barbie quiere convertirse en humana y todos los humanos, en cierto modo, somos Barbie. Nuestra época –como ve Tara Isabella Burton en Self-Made– es la culminación del hacerse a sí mismo que empezó con el Renacimiento y que encontró uno de sus grandes hitos en los dandis; nuestro Dios ya no es exterior, no es el Dios de la religión; nuestro Dios somos nosotros mismos, nuestros deseos, qué queremos. Todo nos conduce a la misma pregunta: ¿qué quiero? Y a tratar de encontrarnos a nosotros mismos respondiéndola.

¿Pero nuestros deseos son el final de trayecto? ¿Qué supone una forma de pensar basada en el querer, en el desear, en la actividad, en un mundo literalmente exhausto como el nuestro? ¿No hay una contradicción entre el deseo personal y el mundo común?

Paradójicamente, Barbie somos nosotros y, a la vez, no lo somos en absoluto. Barbie es el ideal, es Dios, es el paraíso. La idea de perfección no es útil porque sea materializable, sino porque nos muestra justamente aquello que nosotros no somos, aquello que nuestra realidad no es; Barbie es lo opuesto a lo humano; a veces nos entendemos mejor a través de los contrarios que a través de lo idéntico. Nunca seremos Barbie. Aunque Barbie se vuelva humana al final del filme, nunca lo será realmente. Pero, como dice la Biblia, no solo de pan vive el hombre. También vive de fantasía, de ideal, de barbies.

 

«Oh, poguéssim ser normals d’un cop per a sempre.» (Eugeni d’Ors, Glosari 1906-1907).

 

Los emojis, stickers y notas de voz son fuente de excesos. En lo que respecta al móvil, cada vez abogo más por limitarme a la palabra escrita.

 

Si voy a ver una peli al cine, me gusta que dure más de una hora y media. No quiero tener que volver a la realidad en menos de noventa minutos.

 

El deseo puntual de que nada que tenga que ver con el sexo haya existido nunca.

 

Una pregunta inútil en la que siempre caigo: «¿Por qué a mí?»

 

Cuando salgo de La Virreina vuelve a llover. Abro mi paraguas y camino hasta la Barceloneta. El olor a frito de los chiringuitos oculta el aroma de la brisa. Pienso que una tarde lluviosa es una buena ocasión para acercarme a ver esa escultura de Juan Muñoz que tanto me gusta. Lleva por título, precisamente, Una habitación donde siempre llueve. Es una especie de cabaña en cuyo interior habitan cinco hombrecitos. No tienen piernas sino que sus cuerpos terminan en unas inquietantes esferas. Sus rostros no transmiten ningún sentimiento, como máximo se podría creer que están en las nubes.

El título de la escultura me gusta, sí. ¿Quién nunca ha sentido cómo llovía dentro de su propio hogar? Es irónico que lleve ese título y se encuentre en una ciudad como Barcelona. Estos hombres de aspecto anónimo y monacal –como todos los hombres que hacía Muñoz– antes quedarán empapados en su propio sudor que por el agua de una tormenta.

Pronto me decido a seguir con mi paseo. Camino al lado del Somorrostro, del Bogatell, de la Mar Bella. Las gaviotas están encantadas con que la lluvia haya barrido a los turistas; se agrupan y se quedan quietas, se diría que están vibing. En algún momento para de llover pero yo, que soy lento de reflejos, sigo con el paraguas abierto hasta mucho más tarde. Cuando lo cierro, miro si alguien más a mi alrededor seguía con el suyo abierto. La respuesta es que no.

Antes de llegar al Fòrum, subo por el Carrer Josep Pla y, puesto que ya está anocheciendo, cojo el metro para volver al centro.

 

Parece que el mundo, poco a poco, recobra su normalidad. Aún no ha terminado agosto, pero los días ya saben a septiembre.