En una de las paredes del Museu de Lleida, leí una frase de Pseudo Dionisio: «Verdaderamente, las cosas visibles son imágenes manifiestas de las invisibles.» Me hizo recordar algo que había pensado días antes: el lenguaje es falible, sí, pero su falibilidad, su finitud, es una señal que apunta hacia su contrario, es decir, hacia la infinitud, el misterio de la vida. Con el lenguaje no acertamos a decir algo sobre lo incognoscible, pero ese no acertar, ese errar, deja un rastro que señala hacia lo que ha intentado captar.
Seguramente el lenguaje corriente tiene una relación más estrecha con la trascendencia que el lenguaje científico-técnico; la inexactitud del lenguaje coloquial le permite acercarse más a la infinitud que el ansia objetivadora de la ciencia. Es lo que sentimos al ver el cine de Hong Sang-soo o de Albert Serra: algo que nunca tuvimos se nos ha escapado.
Cada nueva película de Hong Sang-soo es como una pieza más de un rompecabezas mayor. Intuimos que en el fondo hay una unidad. A esa unidad se le llama estilo. Se llega al estilo a través de un largo camino. Aunque Walk Up no me haya gustado tanto como sus últimas películas (Delante de ti, La novelista y su película), es una parte más del rompecabezas; nunca me arrepentiría de haber visto una peli de Hong.
No sé qué pensar de la peli que vi ayer, Le lycéen. Como los Asuntos familiares de Desplechin, se me hizo insoportablemente francesa. Y tenía la impresión de estar viendo un videoclip de dos horas. Cuando una peli trata de suscitarme emociones intensas a cada segundo, termina por no suscitarme ninguna. Una amiga de X que nos cruzamos al salir dijo: «Me he pasado la peli llorando.» Al escucharle me quedé en shock: ¿cómo es posible que yo estuviera al borde de quedarme dormido y que esta mujer, en cambio, quedara tan afectada?
Unas pinturas murales muestran a los pobres que iban al refectorio a que les diesen de comer. Son del siglo XIV y proceden del comedor de la Pia Almoina que había en la Seu Vella. Aunque el tema que reflejan es deprimente, las figuras aparecen sonrientes y transmiten bonhomía.
El domingo, a las ocho de la mañana, volví a casa tras una agotadora noche de fiesta entre Barcelona, Sant Adrià de Besòs y Badalona. Subí andando desde la estación del tren y, al pasar por delante de casa de una vecina, me fijé en que de su puerta colgaba una esquela. El blanco y negro inconfundibles de una esquela, en sus escasos centímetros. Tras la despreocupación de la noche que acababa de pasar, verla me supuso un golpe; el memento de después de la embriaguez.
Pensé en que nunca había conocido personalmente a la tal vecina, X, aunque vivía allí desde mucho antes de que yo naciera. Curioso: nunca había hablado con ella pero ahora notaba su falta. Me imaginé a mí mismo en su lugar: yo moría con, no sé, ochenta y pico años, y un vecino joven a quien nunca había conocido veía mi esquela, delante de mi puerta, volviendo de fiesta. Es terrible. El blanco y negro inconfundibles de mi esquela, en sus escasos centímetros. Entré en casa y me eché a dormir.
Estaba teniendo un mal día pero, en el bus, de vuelta a casa, me he puesto a leer el Glosari de Ors (esa selección de glosas tan valiosa que Josep Murgades hizo para la MOLC) y he encontrado un escrito en que Xènius propone su canon personal de grandes obras literarias y filosóficas, los libros que consideraba «essencials». El escrito lleva por título «Petita biblioteca de l’escolar desatent». Leer un listado de nombres tan importantes, nombres que han perdurado por la belleza que aportaron al mundo, me ha mejorado el ánimo de golpe.
Un motivo para perderlo de nuevo sería pensar que seguramente moriré sin haberlos leído a todos. Mejor no pensarlo. Aquí, algunos nombres que menciona Ors: san Agustín, Goethe –varias veces, como no podía ser de otro modo para un goethiano como el Pantarca–, Carlyle, Sófocles, Kempis, Pascal, Schopenhauer, Nietzsche, Ausiàs March, Dante, Perrault, Edgar Allan Poe, los hermanos Grimm, Villiers de l’Isle-Adam, Horacio, Laurence Sterne, Montaigne, Erasmo.
Ayer, charlando con X y su compañero de piso, echábamos pestes de lo experimental, de lo vanguardista… Hoy me voy al extremo contrario. Me he puesto una entrevista que le hicieron al compositor Hèctor Parra, catalán, residente en París. Decía Parra hace unos seis años: «Tothom té una relació amb l’estridència. Només fa falta agafar el tramvia, o quan frena el metro… L’estridència o el soroll forma part fins i tot de quan parlem. Quan dubtem, fem: “Ahhh…”; això és un soroll. Passem d’una gran harmonicitat a un soroll. Tot això forma part de la vida. De vegades, quan cantem a un nen petit, li fem: “Shhh…”; això és soroll blanc; no per això diem que és desagradable. O quan parlem fluixet, gairebé no hi ha cap harmonia. Per tant, trobo que negar-se tot això és autolimitar-se. Per què no, si un artista ho fa amb plena expressió d’ell mateix? No em nego la melodia ni l’harmonia; no em vull negar acords consonants que, de fet, relaxen. Ara: l’estridència a mi m’agrada, perquè et posa en moments de tensió màxima.»